Entrevista por Adriana Morán Sarmiento / Fotos: Beto Gutiérrez

Parado frente al monumento a Simón Bolívar que está en la ciudad boliviana de Villazón, Gabriel recordó la imagen de los libros que vio desde chico. El héroe patrio se había desdibujado. Este Bolívar era más bien pequeño, con el caballo mirando hacia adelante y una rara expresión de conformidad. Esa sorpresa quedó en su memoria, que ya venía cuestionando, desde hace mucho, el patriotismo venezolano dentro y fuera del país.
Gabriel Payares es hijo del desarraigo, de la distancia y la soledad. Esto no lo hace un ser asocial, por el contrario, resulta una buena compañía al momento de la charla. El café se enfría y no le importa. Todavía tiene mucho que decir. Mucho ha leído, mucho ha escrito y en esa medida siente que le falta vivir, conocer esta Latinoamérica que lo intriga, que lo interpela en su intimidad y que le permite cuestionarse como nativo y como forastero.
Nació en Londres en 1982, cuando sus padres hacían estudios de doctorado en Biología. Tres años después, se radicó en Caracas, una ciudad en la que ya se respiraban tiempos de tormentas, el caos que fue después. Gabriel creció en los 90, la época post caracazo.
De niño escribía relatos de películas. Como no sabía pintar, tenía que escribir. Su mamá intuyó su inquietud por contar historias y comenzó a regalarle libros. Supo, antes que él mismo, que su único hijo tenía cierto talento en la escritura. Pero no fue hasta terminar la universidad que escribió sus relatos más serios, influenciado en su formación por Carlos Noguera, a quien conoció en un taller en el 2006.
Hablar de influencias, es arriesgarse a olvidar nombres. Para Gabriel es mejor agradecer a sus profesores de la Escuela de Letras, quienes en esa época llevaron las riendas de los últimos años dorados de la universidad venezolana. Pero hay un nombre que se repite: Carlos Noguera. Por quien sí siente una deuda. «Su literatura no me influyó, lo leí poco -asegura-, pero sí influyó en mi formación. Aprendí mucho de él».
Sin embargo, la literatura de Milan Kundera fue reveladora. Durante mucho tiempo quiso escribir como él, para disgusto de algunos. A Gabriel no le importó, pocas lecturas lo removieron tanto como «La insoportable levedad del ser».
A sus 30 años, Payares ya publicó tres libros de relatos: «Cuando bajaron las aguas», ganador del Concurso de Autores Inéditos 2008 de Monte Ávila Editores, “Hotel” (Punto Cero, 2012), y «Lo irreparable» (Punto Cero, 2016), reeditado en Buenos Aires por Corregidor (2017). Fue ganador del V y VII Premio para Jóvenes Autores de la Policlínica Metropolitana (2011 y 2013), el 66º Concurso de Cuentos del diario El Nacional y el II Premio Nacional de Literatura Rafael María Baralt (Universidad Nacional Experimental Rafael María Baralt, 2014); y la Primera Mención en el Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar (La Habana, 2014). En 2011 fue escogido como parte de los escritores menores de 40 años ganadores de las Becas de Escritura Creativa del Ministerio de Cultura, en el marco del convenio Cuba-Venezuela.
«La literatura es como un caballo que siempre llega tarde a la carrera», define Gabriel el oficio. Pues resulta que a pesar de tener expectativas muy altas, es un escritor indisciplinarlo. «Tardo mucho escribiendo. Improviso, releo, me tardo escribiendo. Soy indisciplinado y flojo». Además, la literatura le resulta un proceso insoportablemente lento. «Cuando terminas un libro ya no eres ese que escribió». Pero no pierde las ganas y recuerda a Ednodio Quintero cuando señaló que hay dos fuerzas para el escritor: el deseo y la nostalgia, sin ellas no se puede escribir.
«Escribir es un acto de fe, en el sentido de creer que puedes encontrar dentro tuyo las piezas para darle un sentido específico al mundo. Yo escribo para ordenar, para tener un entendimiento».

Recuerdos del mar
Cango era un pescador macizo, con un bigote al estilo Pancho Villa, simpático aunque no muy charlatán. Una mañana echó las redes al mar para atrapar y traer a la orilla esa masa impresionante de pescados que a los turistas tanto les gustaba ver. Muy cerca había un grupo de chicos jugando con la soga extendida. Cuando Cango fue a sacarlos del lugar, la soga se rompió y un latigazo le llegó al muslo. Perdió una pierna. Aunque el Gobierno le dio una prótesis, su depresión era tal que prefería andar por la playa saltando con una muleta que depender de esa pierna falsa. Tiempo después volvió a los peñeros a hacer lo que podía, como tejer redes. No dejó la vida del mar, pero sí su pierna.
Esta historia es una de las tantas que Gabriel vivió en su infancia en Margarita y que aún resguarda en su memoria para escribirlas algún día. Anécdotas que hicieron de su niñez solitaria, un lugar atesorado al que volver en su memoria. «Son historias interesantes pero yo no quiero replicar a García Márquez o Isabel Allende… esa cosa medio porno miseria, o la anécdota mágica. Si no encontrar una forma de abordarlas que fuera más mía, que hiciera justica a esas historias de sufrimiento, esperanza y amor».
Entiendo ahora que hemos asociado nuestras mujeres y nuestras ciudades por una razón específica. Empeñados en que el mundo decaiga y muera con nosotros, hemos querido ver la vejez de las primeras en la decadencia de las últimas; por eso cada generación venidera tiene una mejor ciudad que recordar en su niñez, y una realidad un poco más triste que vivir: las naciones se fundan a la sombra de su propia nostalgia.
Del cuento: Nagasaki (en el corazón) (Hotel, 2012)
Gabriel es hijo único de profesionales de clase media. Se crió en una quinta ubicada en Los dos caminos, cerca del Ávila. Su primera infancia estuvo muy cerca de sus padres, pero luego estuvo muy recluido. «Me crié con el nintendo», recuerda. Sus padres lo tuvieron a sus 40 años y lo formaron apostando más por la seguridad que por la experiencia. No tener con quien jugar le permitió crear un mundo interior muy rico y valorar mucho su individualidad, lo que fue un problema en su adolescencia.
Pero Gabriel recuerda con nostalgia las vacaciones familiares. Su padre era un trotamundos, siempre le gustó viajar y Gabriel heredó esta inquietud. Parte importante de su niñez son las vacaciones en Margarita, a donde viajaba la familia frecuentemente. «Mi viejo formaba comunidad muy rápido con los pescadores -cuenta-, sus hijos eran mis amigos. Tengo montones de recuerdos de esos días.»
El imaginario de la costa es muy importante. «Cuando escribo, el mar tiene una presencia muy fuerte para mí». Los hijos de pescadores que eran sus amigos, la señora Rosenda sentada en su «trono» mirando el atardecer y fumando tabaco, Cango, las mesas del restaurante en la arena, los peñeros, el día que aprendió a nadar solo… son viñetas que marcaron su infancia y que, al mismo tiempo, le era difícil compartir. «Por un lado estaban mis viejos en su crisis de pareja, y por otro, los chicos para los cuales eso era algo corriente y no tenían la distancia para contemplar toda esa belleza, y en el medio estaba yo.»
Lo más importante de poder contar estas anécdotas es no caer en el chauvinismo ficcional. «Hasta ahora he intentado escribir eso, pero lidiar con lo nacional en estas últimas décadas ha sido difícil. No quiero contar el país de «el secreto mejor guardado del Caribe». No es eso lo que quiero mostrar. De hecho, en esas viñetas bonitas que recuerdo, había mucho drama».
La carga político-religiosa
Gabriel no fue un buen alumno. Lo reconoce sin vergüenza. Estudió en un colegio para hijos de profesores de la Universidad Central de Venezuela, donde trabajan sus padres. La dinámica del colegio no le resultaba atractiva, no se llevaba bien con sus compañeros, no lo apasionaba ninguna clase, no le interesaba estudiar. «El colegio era más bien un lugar seguro, para mantener a los chicos lejos de la drogas, del hampa en una época de crisis. Algo muy común en las clases medias venezolanas», cuenta.
Luego pasó a la Central, donde estudió primero Computación y luego Letras y tuvo la oportunidad de dar clases. Este recinto universitario es otro enclave importante en su historia. Ahí pasó casi toda su vida y comenzó a interesase por la escritura. «Tuve la oportunidad de probar los diferentes puntos de vista en la Central, lo suficiente como para entender que la universidad es una especie de termómetro del país. Casi que es como una especie de diorama chiquitito donde ocurre todo lo que ocurre afuera».
Entre reflexiones que hoy lo hacen repensar una Venezuela que pareciera muy lejana, Gabriel recuerda su «militancia artística», desde el Centro de Estudiantes. Como universitario, no fue un militante político y esto lo debe mucho a la formación marxista de su padre.
«Mi papá me crió haciendo mucho hincapié en temas de conciencia de clases, un marxismo que terminó siendo culpa de clases. El marxismo es como un nuevo cristianismo que te enseña a ver el mundo muy ajeno y muy caro, entonces es como si todas las cosas tuvieran un precio altísimo que los demás pueden pagar pero tú no, aunque tuvieras el dinero para hacerlo. Esto fue producto de mucho sufrimiento en mi vida y análisis en terapia».
Durante mucho tiempo se sintió enemistado con la idea de la doctrina paterna que, si bien le indujo a penosas situaciones, también fue la oportunidad de crear un vínculo empático con personas en situación más humilde. Convencido o no, hoy ha podido desechar lo que no le gusta y trata de ser un libre pensador, «si es que eso es posible».
Pero fue mucho más lo que por años lo mantuvo distanciado de su papá, no sólo este ideario político, sino también el naufragio del matrimonio. Hoy, con la distancia del tiempo y el espacio, reflexiona: «Sospecho que mi papá construyó su emocionalidad en base a una cierta militancia muy ardua, que le dio mucha dirección interpretativa de la vida, pero le castró un poco su acceso a la interioridad. Tuve un padre muy distante, severo, castigador, pero pendiente de darme todo lo que necesité».
El marxismo como ideario revolucionario, fue para Gabriel algo muy cercano: una fuente de culpas que lo sentenciaba a buscar castigo, y también una fuente ideal para iluminar los sectores oscuros de las sociedades modernas. La gran escuela de la sospecha que permite interpelar y ordenar la sociedad. «El marxismo y el psicoanálisis son mis dos iglesias», concluye.

Venezuela hoy
Ciertas posturas políticas muy frecuentes no bastan para entender la realidad histórica, dice. Distanciado del chavismo y de la oposición venezolana -atrás quedaron sus jornadas laborales en el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos y en Monte Ávila Editora- no cree que al ser opositor a los gobiernos de Chávez o Maduro deba suscribirse plenamente a otro tipo de modelo.
«Creo que militar contra Chávez en un momento, era reprochar la ausencia de mi padre», dice y corrobora que la militancia está muy ligada a lo paternal. Además, la militancia exige unas certezas de cara a una educación formal que no cree tener, puesto que ha sido autodidacta en muchas etapas de su vida. Prefiere pensar las problemáticas sociales con nombre propio y no adherirse a militancias.
«A la larga, no ser militante es el único rol posible para un escritor».
En el cuento «Para Elisa», que obtuvo el segundo lugar de la VII edición del Premio de Cuento Policlínica Metropolitana para Jóvenes Autores 2013, Gabriel rememora iconos de la historia oficial venezolana: un crimen pasional, un policía, un extranjero, un militar y la violencia. Como en una película de los años 80, la historia se narra «en un contexto sociopolítico muy específico, de fuertes conflictos sociales y humanos, pero que al mismo tiempo conserva vigencia en la actualidad», dijo el jurado. Y es que Payares tiene muy presente el imaginario de país en su devenir. Reflexiones que derivan en textos.
Gabriel es un militante de la literatura, esa que debería ser un mazo para romper mitos y tomar los pedazos que interesa para contar otras cosas. Y es ahí cuando piensa en Venezuela, un país profundamente triste que vive un momento de resignación y amargura. La imagen de la barriada celebrando el callejón sin salida es, para Gabriel, muy definitoria de la Venezuela de hoy. -«Somos un país profundamente triste»-.
Mientras que en Argentina consideran a los venezolanos muy alegres, por venir del Caribe, insiste en que es una alegría triste, «que sirve para mantenernos arriba, en una especie de salva vida porque en el fondo somos un pueblo muy triste. Este es un momento de descontento que va a movilizar cosas, muchas energías, no necesariamente de la manera idónea. Ya está movilizando mucho rencor».
«Me resisto a pensar Venezuela como un país en ruinas, pero sí hay una especie de nostalgia por lo que fue, que habría que empezar a dosificar y meterle lupa. Nos hacen faltan relatos y por eso es un momento importante para los que hacemos ficciones, a pesar de que nadie nos está esperando para leernos».
Recuerda un consejo que le dio la escritora Victoria de Stéfano, «el mejor que me han dado en la vida», y es que ella escribe lento, pues nadie está esperando para leerla. La literatura es el caballo que llega de último en la carrera.
Gabriel se cuestiona la idea de que la narrativa debería rendir cuentas de lo que se está viviendo, de que habría que esperar «la novela del chavismo», o refrescar la realidad como si la gente no la viviera, como si hubiese alguien a quien hay que rendirle cuentas de la realidad que vive. «Es todo lo contrario – plantea-. Ya que los medios periodísticos tienen tanta importancia en el panorama político, la labor de la literatura es otra. No sé si darle la espalda e irse a soñar mundos paralelos, pero sí de una forma romper esos mitos».
Para este joven escritor que observa la realidad nacional desde afuera, la literatura debe ofrecer otras vías de relato, otras vías de entrada y salida de «lo nacional»: «redibujar el laberinto, más que encontrarle una solución posible… No hemos sabido construir una mirada sobre el arte y la literatura como una vía de entrada a lo propio».
En su último libro de cuentos, Lo irreparable, hay pocas referencias a la Venezuela de hoy y se aborda al chavismo como algo ya pasado, que ya terminó: «quizás es mi forma de hacer oposición».
El escritor nómade
Treinta años después de nacer, Gabriel volvió a Londres para conocer la ciudad donde nació pero la sintió ajena. A pesar de visitar los lugares que marcaron su nacimiento, el hospital donde nació, el apartamento donde vivieron sus padres, Londres resulta lejano a su niñez.
Actualmente vive en Buenos Aires, donde cursa el Máster en Escritura Creativa de la Universidad Nacional de Tres de Febrero. Y aunque vivir lejos de su tierra le fue difícil, una experiencia que cataloga de dolorosa, también contribuyó a contrastar realidades. «En la medida en que uno pueda ver más mundo comienza a entender no sólo cosas de ese mundo, sino cosas de sí y de sus propias raíces. Nunca entendí tanto sobre Venezuela como este año medio fuera».
Pero el viaje no termina en la capital argentina. Desde hace años ha estado atesorando experiencias de desarraigo, de viajes que despierten ganas de descubrir otras culturas, «creo que es indispensable en la formación de escritor. Un poco para poder pensar lo propio y lo ajeno».
En lo que fue un viaje muy revelador del continente americano, visitó el norte de la Argentina y parte de Bolivia. Ahí, parado frente a ese Bolívar enjuto entendió que lo que hay que generar un intercambio cultural en Latinoamérica, «dejar de mirar a Europa, es lo que uno debería perseguir activamente». Ahora, quiere recorrer esa Latinoamérica que promete una gran experiencia para poder acumular vivencias de lo que es ser suramericano. Considera que por ahí van las enseñanzas de la época.
Sin embargo no cree en la llamada «literatura del exilio», de la que fue muy crítico cuando comenzó a viralizarse el concepto en los medios. Según le confesó Eduardo Sánchez Rugueles, escritor venezolano residenciado en Madrid, algunos exiliados se quejan de que la etiqueta no la asumieron ellos, «no se trata de que una generación de escritores se puso de acuerdo para bautizarse como tal», sino fue la manera en la que ciertos poderes mediáticos, editoriales y de mercado, atajaron una narrativa que estaba intenta visibilizar la clases media que se está yendo del país. «La clase media tiene quince años invisibilizada por el chavismo y esta literatura está intentando revisibilizarla. Algunos están escribiendo sobre la cuarta república, la época en que eran jóvenes, y otros sobre la narrativa de lo extranjero, que yo prefiero llamar de la emigración y no del exilio. La narrativa del exilio la reconvirtieron a la diatriba política, entonces es la narrativa de oposición».
Con más de un año viviendo lejos, Gabriel siente que el país no logra escapar de un molde político. Aunque el chavismo esté llegando a su final, es este fin el comienzo de la narrativa chavista que está por venir. «Chávez como figura no está extinta, por el contrario comienza el mito, el relato del chavismo. Es como el peronismo, aún sigue el relato».
El regreso del hijo
Durante mucho tiempo, Gabriel estuvo enemistado con su padre, hasta que la literatura se lo regresó: «Cuando salió el primer libro de cuentos, en el que abordaba, entre otros temas, la relación con mi familia, creo que él supo leerlo de otra manera. Fue el libro premiado que le mostró más sobre mí. Ya que no éramos buenos hablando, podía leerme. A partir de ese entonces se horizontalizó mucho a relación y empezamos a estrechar los lazos. Hasta el sol de hoy, creo que ese el premio más grande que la literatura me ha dado, me devolvió a mi viejo».
Gabriel aprendió a nadar en Margarita, junto a los hijos de los pescadores. Sus padres no lo sabían. Un día, luego de haber nadado hasta un peñero, vio en la orilla a su padre que lo buscaba. Lo saludó. Su padre se sorprendió de verlo ahí. Le contó a su madre: -Mira donde está tu hijo. -¿Cómo llegó ahí?, le preguntó ella. -Nadando…
«Esa imagen -concluye- de estar en el peñero mirando a la costa y saludando a mis padres, es la que tengo en este momento de mi vida. Ellos están lejos y yo estoy en esta especie de peñero viendo a dónde atraco».
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Entrevista publicada en el libro «Nuevo país de las letras», compilación de Antonio López Ortega para la Biblioteca Digital Banesco http://www.banesco.com
Revista Muu+
Abril 2018