Natsume Soseki

La primera noche

Este es el sueño que soñé.

Estaba sentado en su lado de la cama con mis brazos plegados. La mujer que estaba acostada boca arriba dijo tranquilamente que se iba a morir. Su pelo largo caía suavemente en la almohada enmarcando su cara oval. Tenía un color cálido en sus mejillas blancas y sus labios eran, por supuesto, rojos. Apenas parecía que estaba a punto de morir. Pero la mujer dijo suave y claro que se iba a morir. Yo empecé a pensar que realmente estaba a punto de morir, así que bajé la mirada hasta su cara y le pregunté directamente si realmente iba a morirse. La mujer dijo que sí y abrió sus ojos por completo. Sus ojos eran encantadores, de un negro profundo rodeado por largas pestañas. Yo encontré, reflejado con claridad en el fondo de esas pupilas, a mí mismo.

Yo ví su brillo oscuro, casi transparente, y me encontré todavía preguntándome si ella realmente moriría. Me incliné cerca de ella y le pregunté de nuevo, de manera amable, si iba a morir, y le pregunté si estaba bien. La mujer, abriendo grande sus oscuros ojos somnolientos, dijo en voz baja que realmente moriría y que no había salida.

Bueno. Le pregunté atentamente si podía verme. Me sonrió y dijo que yo estaba reflejado. Sin ninguna palabra retiré mi cara de la almohada. Me senté con mis brazos cruzados preguntándome nuevamente si moriría.

Luego de un momento, la mujer volvió a hablar.

“Si me muero, por favor enterrame vos mismo. Cavá la tumba con una gran caparazón de ostra. Poné un fragmento de una estrella caída e mi tumba como lápida. Luego esperame ahí. Al rato iré a verte”.

Le pregunté cuándo.

“El sol sale. Y el sol se oculta. Y el sol sale y se oculta… Cuando el sol rojo salga por el este y se ponga en el oeste, entonces lo haré… ¿Me esperarás?”

Yo asentí. Su voz se volvió más fuerte y dijo con decisión “esperame cien años. Sentate junto a mi tumba y esperame cien años y con certeza vendré a verte”.

Le dije que esperaría. Ví mi reflejo, tan claro antes en sus pupilas negras, empezar a crecer confuso y distorsionado. Agua quieta reemplazó el reflejo de sombras en movimiento. Los ojos cerrados. Desde debajo de las largas pestañas lágrimas empezaron a bajar por sus mejillas… Ella estaba muerta.  

Salí al jardín y empecé a cavar la tumba con la concha de ostra. La concha estaba afilada con un borde suavizado. La luz de la luna jugaba en el centro de la concha con la cuchara de tierra con olor a humedad hasta que la tumba estuvo cavada. Acosté a la mujer adentro. Luego desparramé la tierra blanda sobre ella. La luz de la luna jugaba en el interior de la concha cada vez que yo alisaba la tierra. Levanté un fragmento de estrella caída y la coloqué en la tumba con cuidado. Tenía una forma oval. Supuse que su largo trayecto a través del cielo nocturno había desgastado sus bordes afilados transformándolos en ovalados. Cuando la sostuve y la coloqué en el suelo, sentí mis manos y mi corazón entibiarse un poco.

Me senté en la tierra cubierta de musgo, mis brazos cruzados, y me pregunté si la esperaría de esta manera cien años, mirando la lápida redonda. Mientras tanto, el sol se elevó en el este, como había dicho la mujer. Era un sol grande y rojo, y como la mujer había dicho, se puso en el oeste. Cayó de repente, todavía rojo. Conté uno.

Luego de un tiempo corto, el sol rojo volvió a salir impasivo y se puso de nuevo silencioso. Conté dos.

Era imposible seguir la cuenta de cuántos había visto. Incontables soles rojos pasaron sobre mi cabeza, pero todavía no había llegado el centésimo año. En el final, viendo la piedra redonda, sin musgo, pensé que la mujer me había engañado.

Por fin, brotó un tallo verde y empezó a crecer, inclinado hacia mí, desde abajo de la piedra. En un instante era casi tan largo como para alcanzarme y se detuvo justo en mi pecho. En la punta del largo y recto tallo, un brote más largo que ancho suspendido levemente inclinado, se transformó en una flor. Era una lila blanca y tenía un aroma muy fuerte. Ni bien el rocío del cielo cayó sobre ella, la flor se dobló por su peso. Acerqué mi cabeza y besé los blancos pétalos llenos de rocío. Me enderecé. Y cuando miré al cielo lejano, sólo una estrella estaba titilando en el amanecer.

“Pasaron cien años”. Así me dí cuenta por primera vez. 

Natsume Soseki in the house at Sendagi, Tokyo

Natsume Sōseki (1867-1916) es el seudónimo literario de Natsume Kinnosuke (en japonés, Natsume Kin’nosuke 夏目 金之助), fue un novelista japonés, profesor de literatura inglesa, escritor de haikus y de poesía china. Sus obras más conocidas son Kokoro, Soy un gato, Botchan, El caminante, Las hierbas del camino y Sanshiro.

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