Los números equivocados
No sé qué pasa con mi número de teléfono. Se debe de parecer a muchos otros. No me quejo. Cada llamada es una distracción de mi monótona existencia. Desde que estoy en el paro, a veces me aburro un poco. No siempre, claro. Los días pasan asombrosamente rápido. A veces hasta me pregunto cómo era capaz de meter ocho horas de trabajo en una jornada tan corta de por sí.
En cambio, las noches son largas y silenciosas. Por eso me alegro cuando suena el teléfono. Aunque muy a menudo, casi siempre, se trate de un error, y no sea más que un número equivocado.
La gente es así de despistada.
–¿Talleres Lanthemmann? –me preguntan.
–No, gracias –digo yo abochornado (tendría que quitarme la costumbre de decir gracias porque sí a todo) –. Se equivoca de número.
–Qué pesadilla –dice el hombre al otro lado de la línea–, he tenido una avería en la carretera entre Serrières y Areuse.
–Lo siento –le digo–, no puedo desaveriarlo.
–¿Es el taller Lanthemmann o no? –Y se cabrea.
–Discúlpeme por no ser el taller Lanthemmann, pero si puedo serle de alguna utilidad…
Siempre intento ser amable por teléfono, incluso cuando no sirve de nada. Nunca se sabe. A veces se establecen contactos, se hacen amigos.
–Sí, me puede ser de ayuda trayéndome una garrafa de gasolina.
En su voz hay esperanza, piensa que se ha topado con un buenazo, cosa que es verdad.
–Lo lamento, señor, no tengo gasolina, solo tengo un poco de alcohol de quemar.
–¡Pues entonces préndase fuego, idiota! –Y cuelga.
Así son las llamadas equivocadas. Si no tienes lo que quieren, pierden el interés por ti. Podríamos haber charlado un poco.
Me acuerdo de la llamada equivocada más bonita que he tenido. Dejé sonar el teléfono un buen rato. Estaba en una época muy pesimista. Era una mujer. A las diez de la noche.
Adopté un tono apático, lleno de inquietud disimulada.
–¿Diga?
–¿Marcel?
–¿Sí? –dije circunspecto.
–¡Ay! Marcel, llevo buscándote una eternidad.
–Yo también.
Es verdad, llevo toda la vida buscándola.
–¿Tú también? Ya lo suponía. ¿Te acuerdas de la orilla del lago?
–No, no me acuerdo.
Respondí eso porque soy tremendamente sincero, no me gusta engañar.
–¿No te acuerdas? ¿Estás borracho?
–Es posible, me emborracho con bastante frecuencia. Pero no me llamo Marcel.
–Claro –me replica–. Yo tampoco me llamo Florence.
Bueno, pues ya es algo, ahora ya sé cómo no se llama. Estoy a punto de colgar, pero me dice de golpe:
–Es verdad, no es usted Marcel. Pero tiene una voz muy bonita.
Así que me callo. Pero ella continúa:
–Una voz muy agradable, grave, dulce. Me gustaría verle, conocerle.
Yo sigo callado.
–¿Está usted ahí? ¿Por qué no habla? Sé muy bien que me he equivocado de número, no es usted Marcel, quiero decir: no es el que me dijo que se llamaba Marcel.
Otro silencio. Sobre todo por mi parte.
–¿Está ahí? ¿Cómo se llama? Yo me llamo Garance.
–¿No Florence? –le pregunto.
–No, Garance. ¿Y usted?
–¿Yo? Lucien. –No es verdad, pero Garance tampoco, creo yo.
–¿Lucien? Qué nombre más bonito. Dime, ¿y si quedamos?
No digo nada. Me resbala el sudor de la frente y se me mete en los ojos.
–Podría ser divertido –dice Garance–, ¿no le parece?
–No sé.
–¿No estará casado?
–No, casado no. –Casado yo, ¡qué ocurrencia!
–¿Entonces?
–Sí –respondo.
–¿Sí qué?
–Podríamos quedar, si quiere.
Se ríe.
–Se ve que es usted un tímido. Me gustan los tímidos. –Será por eso que cambia de Marcel–. Oiga, le propongo una cosa. Mañana por la tarde entre las cuatro y las cinco estaré en el Café del Teatro. Mañana es sábado, supongo que no trabaja.
Supone bien. No trabajo los sábados ni los demás días.
–Me pondré… –continúa–, veamos, una falda escocesa con una blusa gris y un chaleco negro. Espere. –No hago otra cosa–. Tendré un libro con la cubierta roja delante, en la mesa. ¿Y usted?
–¿Yo?
–Sí, ¿cómo lo reconoceré? ¿Es alto, bajo, delgado o gordo?
–¿Yo? Pues usted dirá. Más bien de estatura mediana, ni gordo ni flaco.
–¿Lleva bigote, barba?
–No, nada. Me afeito religiosamente cada mañana. –Cada tres o cuatro mañanas, depende.
–¿Lleva vaqueros?
–Evidentemente. –No es verdad, pero seguro que le encantan.
–Y un jersey grueso, creo.
–Sí, normalmente negro –le contesto por complacerla.
–Muy bien –dice ella–. ¿El pelo corto?
–Sí, el pelo corto, pero no mucho.
–¿Es usted rubio o moreno?
Qué pesada. Tengo el pelo cano sucio, pero no le voy a confesar eso.
–Castaño –le suelto.
Y si no le gusta, me da lo mismo. Mirándolo bien, prefiero al tipo de la avería.
–Eso es muy vago –dice ella–, pero lo reconoceré. ¿Puede llevar un periódico bajo el brazo?
–¿Qué periódico? –Se pasa de la raya. Nunca leo periódicos.
–Pongamos Le Nouvel Observateur.
–Sí, puedo coger Le Nouvel Observateur. –No sé lo que es eso, pero lo encontraré.
–Entonces hasta mañana, Lucien –dice ella, y añade antes de colgar–. Esto me parece apasionante.
¡Apasionante! Hay gente que dice palabras como esa con toda la facilidad del mundo. Yo no podría hablar así. Hay un montón de palabras que soy incapaz de decir. Por ejemplo: «apasionante», «excitante», «poético», «alma», «sufrimiento», «soledad», etcétera. Me es sencillamente imposible pronunciarlas. Me da vergüenza, como si fuesen palabras obscenas, palabrotas, como «mierda», «marranada», «guarra», «puta».
Al día siguiente por la mañana me compro unos vaqueros y un jersey grueso negro. El vendedor me dice que me queda muy bien, pero yo no estoy muy acostumbrado. Voy también al peluquero. Me propone un champú colorante. Me dejo hacer, castaño oscuro, tanto da, si queda mal no iré. Pero no queda mal. Tengo el pelo de un castaño precioso, pero no estoy acostumbrado.
Vuelvo a casa, me miro en el espejo. Pasan las horas, no dejo de mirarme en el espejo. El otro, el desconocido, también me mira. No me gusta. Es mejor que yo, más guapo, más joven, pero no soy yo. Yo no estoy tan bien, soy menos guapo, menos joven, pero estaba acostumbrado.
Las cuatro menos diez. Tengo que ir. Entonces me cambio rápido, me pongo mi traje de terciopelo negro, desgastado, no compro el Ancien Observateur y llego al Café del Teatro a las cuatro y cuarto.
Me siento, observo.
Llega el camarero, le pido una copa de tinto.
Observo. Veo a cuatro hombres que juegan a las cartas, una pareja que se aburre con la mirada perdida, y, en otra mesa, una mujer sola con una falda plisada gris, una blusa gris claro, un chaleco negro. Lleva también un largo collar compuesto de tres cadenas de plata (no me dijo nada de ningún collar). Delante de ella, una taza de café y un libro con la cubierta roja.
Me resulta imposible calcular su edad por culpa de la distancia, pero sin embargo adivino que es guapa, muy guapa, demasiado guapa para mí.
Veo también que tiene unos ojos tristes, con una especie de soledad en el fondo, y me entran ganas de acercarme, pero no me decido, porque me he puesto el traje viejo de terciopelo desgastado. Voy al lavabo, echo un vistazo al espejo y el pelo castaño me da vergüenza. Me avergüenza también este impulso que me atrae hacia ella, hacia «sus hermosos ojos tristes, con una especie de soledad en el fondo», que no es más que un capricho estúpido de mi imaginación.
Vuelvo a la sala, me siento en una mesa muy cerca para observarla.
Ella no me mira. Espera a un joven en vaqueros y jersey negro con un periódico bajo el brazo.
Mira el reloj del café.
No puedo evitar mirarla fijamente, cosa que la irrita, me parece, porque llama al camarero y paga su café.
En ese momento se abre la puerta o, más bien, empujan los dos batientes de la puerta como en un western, y un joven, más joven que yo, entra y se detiene delante de la mesa de Florence-Garance. Va en vaqueros y jersey negro, casi me sorprende que no lleve un revólver y espuelas. También lleva una melena negra hasta los hombros y una buena barba del mismo color. Pasea la mirada por la concurrencia, yo incluido, y oigo con claridad lo que dicen.
Ella dice:
–¡Marcel!
Él responde:
–¿Por qué no me llamaste?
–Pues mira, había un número que no debí de entender bien.
–¿Esperas a alguien?
–No, a nadie.
Sin embargo, yo existo, estoy allí, ella me esperaba, pero por suerte soy el único que lo sabe, y no hay peligro de que se lo cuente.
Sobre todo porque Marcel dice:
–Entonces, ¿nos vamos?
–Sí.
Ella se levanta, y se van.
De Da igual. Traducción de Rubén Martín Giráldez. Ediciones Alpha Decay, 2021.

Agota Kristof nació en 1935 en Csikvánd, Hungría. Huyó de su país en 1956 cuando los tanques soviéticos irrumpieron en Budapest para aplastar la revolución y se instaló en Suiza, donde desarrolló una extensa carrera literaria en francés que abarca la poesía, el teatro y la narrativa. En 1986 publicó su primera novela, El gran cuaderno, primera parte de la trilogía Claus y Lucas que la dio a conocer (en 2019, Libros del Asteroide la editó en un solo volumen en castellano). En 2004 publicó La analfabeta, un relato autobiográfico sobre la experiencia de escribir en un idioma ajeno, que Alpha Decay recuperó en 2015. Falleció en Suiza, en el 2011.