Otra cosa, otra casa: Mary Oliver en Argentina

Ricardo Montiel.

Decía Mary Oliver que caminar por el bosque la hacía feliz, porque sentía que desaparecía para ser parte de ese mundo que la rodeaba, que por alguna razón le había parecido siempre seguro. Iba escondiendo lápices en algunos árboles, no fuera que un verso la agarrara desprevenida, y hubiera recordado llevar solamente su libreta en el bolsillo. «¿Cuándo tendrás un poco de lástima por/ cada cosa suave/ que camina por el mundo,/ incluyéndote a ti mismo?», podía escribir al instante, antes de que la forma inicial se desvaneciera. Resulta curioso que a los visitantes de Provincetown los guardabosques aseguren no haber oído jamás de ella, como si hubiera podido desaparecer de verdad. Igualmente curiosa es su mirada más de cronista que de poeta (una de las más vendidas en Estados Unidos, entre sus lectores se cuentan a Hilary Clinton y Laura Bush), su trabajo de “observación de campo” que ha hecho que un libro suyo como Why I Wake Early(2004) se ofrezca en las tiendas turísticas de este pueblo en la punta del cabo Cod, “esa maravillosa convergencia de tierra y agua, de luz mediterránea…”, en palabras de la propia Oliver quien, con su pareja la fotógrafa y agente literaria Molly Malone Cook, se estableciera allí durante cincuenta años reacia a conceder entrevistas (prefería que su trabajo hable por sí mismo), enfocada en producir libros como El trabajo del sueño (Dream Work, 1986), aparecido este año por Caleta Olivia en Argentina, con impecable traducción de Patricio Foglia y Natalia Leiderman.

Pero antes de entrar de lleno a El trabajo del sueño, conviene detenernos en un libro cronológicamente posterior en la bibliografía de Oliver, aparecido antes por la misma Caleta Olivia, con el mismo dúo de excelentes traductores: El pájaro rojo (Red bird, 2008) apareció cuatro años antes en Argentina, en 2017, sugiriendo una lectura retrospectiva de estas dos Oliver separadas por veintidós años. De tono más luminoso y celebratorio, El pájaro rojo da cuenta de esa Oliver en comunión con la naturaleza del bosque (“la casa de nuestras vidas es este mundo verde”), aunque sin dejar de advertir “las terribles ruinas del progreso”, el mundo visto como una commodity. Aquí, la ganadora del Pulitzer en 1984 nos muestra, más que su desaparición para ser parte “del templo” (“para mí, la puerta del bosque es la puerta del templo”, solía decir), un desdoblamiento del yo en el sonido del río, “un pequeño pájaro/ terriblemente hambriento”, las “Sinceras palabras del zorro”, lo que piensa el cuervo…  un yo en sintonía con la búsqueda del cielo abierto, la “referencia al conjunto” whitmaniana, aunque sin la vocación de vastedad y acaparamiento en el lenguaje y el inventario: en Oliver no hay cantos de sí misma, ni la intención de levantar una épica americana. A lo sumo, “Instrucciones para vivir una vida:/ Prestar atención./ Sorprenderse./ Contarlo.”, eligiendo escribir –nos dice María Teresa Andruetto en el prólogo–, “sobre algo tan antiguo, tan fuera de moda, como es la alegría, la comprensión, el perdón, la bondad, todo lo cual conduce a lo inasible de la gracia, ese acto de amor inmerecido que el universo le brinda a sus criaturas.”

Desdoblamiento del yo a través de la observación atenta, apartada de la estela confesional de Robert Lowell (y de sus dos discípulas más conocidas: Sylvia Plath y AnneSexton, de quienes Oliver era contemporánea y consideraba que confundían terapia y escritura), y cercana a la alegría, la comprensión, el perdón, la bondad… que ese lugar que ella siempre había considerado seguro le brindaba en su total esplendor. Entonces, cabe preguntarse: ¿por qué el bosque como lugar seguro? ¿por qué encontramos sosiego en un determinado territorio? Dice Osvaldo Bossi que alguien que se dedica al arte o la literatura ha tenido previamente algún choque con la realidad. Es decir, un accidente. Algo nos ha lastimado para siempre, dejando en nosotros impregnado un deseo de desdoblamiento, que repare esa distancia enorme que tenemos con el mundo real. Podría decirse que El trabajo del sueño revela el camino hacia ese desdoblamiento, para –escriben Natalia Leiderman y Patricio Foglia en el formidable prólogo– “encontrar otra cosa, otra casa”. Casi todos los poemas de la primera parte de este libro pueden leerse en esa clave: “Un día por fin supiste/ lo que tenías que hacer, y empezaste/ a pesar de las voces/ y los malos consejos/ a tu alrededor –/ a pesar de que toda la casa/ empezó a temblar y sentiste/ aquel antiguo tirón/ en los tobillos.”, leemos en “El viaje”. En alguna entrevista, Oliver ha relatado escuetamente un episodio de abuso en la infancia, y algo de eso podemos percibir en “Furia”, un poema dedicado a su padre: “En tus sueños ella es un árbol/ que nunca dará frutos –/ en tus sueños ella es un reloj/ que dejaste caer entre las piedras/ y nadie pudo juntar los fragmentos/ en tus sueños has manchado y asesinado/ y los sueños no mienten.”

A los 17 años, Oliver escapa de la casa de un padre abusador y empieza “decidiendo qué maderas/ qué umbrales” construirán su casa propia. Una casa donde el tornado no menciona “ninguna persona, ninguna razón” y donde “el poder de la tierra que arrasa” es anónimo, y nunca “opuesto del amor”. No es casual que la segunda y última parte de El trabajo del sueño comience con un “No me molesten. / Acabo/ de nacer.” Y entonces sí, la poeta se dedica a escuchar la voz de perro de “El dios de la tierra”, la voz de cuervo, la voz de sapo… “¡Soy tantas!/ ¿Cuál es mi nombre?”, se pregunta Oliver al ser interpelada por el halcón, la tortuga, el amanecer, los girasoles… la mariposa (que le advierte que tampoco ame tanto su propia vida), la mórbida suerte del tiburón… Y aquí se revela la otra furia, dirigida al Dios con mayúscula: “Quienquiera que Él sea, sépanlo: no va a responder.” A diferencia de El pájaro rojo (donde los lirios pueden ser un milagro del amor de Dios), El trabajo del sueño cuestiona la labor de Él, enfatizando más bien su ausencia, su silencio en el que prevalece “la cara de Mengele”, el arpón asesino que puede alcanzarnos también. Porque si bien en Oliver proliferan las maravillas “del templo” y su obra puede leerse como un elogio del caminar y de la observación minuciosa, hay en ella el reflejo de una fragilidad permanente que nos concierne. Reflejo que nos da su particular mirada de la naturaleza que, como apuntan los prologuistas y traductores de este gran libro, “construye una forma de verdad, resplandeciente y plena de música, lo cual no significa –y sería un error leerla en esos términos– una oposición a la cuestión política.”




Ricardo Montiel nació en Maracaibo, Venezuela, en 1982. Ha publicado los libros Ciudad blanca sobre fondo blanco (Ediciones del Movimiento, 2015), Agonía de los días terrestres (Caleta Olivia – Rangún, 2018; El Taller Blanco Ediciones, 2020) y S, M, L (LP5 Editora, 2020). Mención de honor en el VIII Premio Internacional de Poesía Paralelo Cero 2021 con El rezo de los chatarreros, libro que próximamente saldrá en Quito por El Ángel Editor. Textos suyos han aparecido en medios digitales e impresos de Argentina, Costa Rica, Estados Unidos, España, México, Colombia y Venezuela. Coeditó la revista digital Merece una reseña, y actualmente es editor de literatura de la Revista Muu+ Artes y Letras. Vive en Buenos Aires desde 2007.

Revista Muu+ Abril 2021

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