El parto
El quirófano era blanco, ecuánime, sin registro ni alteraciones. Funcional al corte que iban a hacerme en la carne, justo a unos centímetros por encima del pubis, sobre la cicatriz cerrada del otro parto. Todo era previsiblemente frío, menos las manos de la partera.
Eran las diez de la mañana del 5 de mayo de 2014. Yo estaba segura de mí, feliz; hasta le hice chistes al camillero que me paseó en sillas de ruedas por el piso de terapia con ventanales a la calle Paraguay y vista a los edificios de Palermo y a las vías del ferrocarril. Le dije: “Es la primera vez que me llevan en silla de ruedas”. Era cierto. Me contestó: “Siempre hay una primera vez para todo”. Yo había girado la cabeza para mirarlo a los ojos mientras le hablaba. Tenía la piel marrón oscuro y sonreía haciendo un gesto muy fraternal y seductor.
La otra vez que parí, los chistes me habían sublevado. El anestesista era un idiota, me hacía chistes malos y parecía esperar que me riera; insistía en explicármelos y que yo demostrara que los escuchaba y los entendía. Pero yo tenía tanto miedo agazapado que quería volar en trance. El agua mansa de la anestesia me llevaba al reposo profundo, y volvía a ver en la pantalla de la mente la luz del sol que se filtraba por entre las ramas de los árboles de la Reserva Ecológica, agujereando con los rayos la oscuridad de las copas. Como un moscardón, el anestesista me zumbaba en el oído izquierdo mientras me medía la tensión arterial en el brazo derecho.
Esta vez, estaba acorazada, recta la espalda debajo de lámparas metálicas y circulares en el quirófano blanco, y la partera caminó hacia la camilla donde estaba sentada con la espalda pintada de iodo povidona y me apoyó las manos en los hombros, y no pude contener las lágrimas y lloré empujada por un agua de río viejo. Ella me consolaba. “No, no llores”, me arrullaba, “que me pongo a llorar yo también”. Alguien de la multitud de médicos se rió, y ella levantó la voz para decir en tono futbolero: “Eh, qué se piensan ustedes, si soy una sensible”. “¡Qué vas a ser una sensible!”, gritaba otro. Y de pronto, la partera desapareció.
Un desfile de personas con propósitos sobre mi cuerpo danzaron alrededor de la camilla. Dos enfermeros hablaban entre ellos y yo creía entender que esperaban a alguien (¿el instrumentista?). Hubo algo de revuelo, corridas. No podían empezar a operar.
“Che, ¿dónde está el instrumentista? Se va a terminar el efecto de la anestesia”, dijo uno de los enfermeros.
“¡Qué querés también! Tiene el plan más bajo, cubre veinte minutos de anestesia nada más”.
Me hubiera ido de la camilla y del quirófano, pero el efecto de la anestesia ya me había enfriado completamente la pierna derecha y comenzaba a congelar también la izquierda. Pensaba en el olor a carne quemada, la cicatriz abierta, la dificultad para caminar; quería irme, pero estaba obligada a permanecer tumbada en esa camilla en la que apenas me entraban los brazos a los lados del cuerpo, en un sarcófago, sobre nylon y sábanas blancas, desnuda y con un camisolín en medio de una multitud en ambos, barbijos y cofias.
Cuando vino la parte de la carne quemándose, me aferré a un recuerdo simulando que no era mi carne la que se quemaba. Había ruidos a vísceras removidas en el vacío, órganos acomodados, corridos, abiertos. Mientras un murmullo seguía royendo las cuerdas de la memoria, y yo seguía sosteniéndome de ese recuerdo, de mi voluntad de permanecer despierta, registrando todo lo que ocurría a pesar de la confusión, del miedo, del dolor.
Pasaron unos minutos y nos dijeron que iba a nacer. Traté de incorporarme, pero no podía. Entonces vi algo morado. El cordón, de un color apenas más pálido que el resto del cuerpo, lo rodeaba dos veces. Era tan grande que no terminaba de extenderse, de desdoblarse y desplegar rollos de carnes azules. Al salir, estuvo unos segundos en total silencio y respiró sólo después de una larga pausa en que pareció absorber lo que había habido de movimiento (y de espera) hasta entonces. Y al respirar, rompió en llanto. Lo vi llorar con la boca ávida de aire, y me lo apoyaron en el pecho desnudo y cubierto de babas y flujos blancos y lo besé y enseguida le cortaron el cordón y la enfermera se lo llevó.
Vino un largo tiempo de soledad. Seguían haciendo cosas en ese paréntesis que era mi cuerpo de carne sin dolor y sin placer. Eso que no sentía, que estaba ahí unido a mí, pero que yo desconocía. Sin puentes para extenderme, sólo restaba esperar, mirando distraídamente el techo, las paredes, las figuras impersonales de esos hombres y mujeres vestidos idénticamente y con las caras semicubiertas por barbijos y cofias. Hasta que terminaron de coserme.
Entonces vi a un hombre en el pasillo, junto a la puerta. Volví a mirar el techo. Y escuché que el hombre decía “Magdalena”, alargando graciosamente la e. Era un médico para informarme que todo había salido bien. Me hizo reír en medio del espanto. Estaba de fiesta. Me besó en señal de despedida y dijo: “Nos vemos”.
Poco a poco todos se fueron yendo, el quirófano fue quedando vacío. La partera completó el certificado de nacimiento, me pidió que lo firme y también salió. Los enfermeros me levantaron y una enfermera sacó la sonda, las gasas usadas, la bolsa de nylon llena de sangre, y las tiró. Me subieron a una camilla y salieron. Al rato el camillero que me había llevado en silla de ruedas volvió y me llevó a la habitación. En el viaje me felicitó. Yo ya no tenía ánimo para chistes y sólo le agradecí, mientras veía correr los edificios a través de las paredes vidriadas.

Magdalena Biota nació en Buenos Aires en 1981. Escritora, investigadora y docente, se graduó de traductora pública en lengua inglesa, con un seminario en traducción literaria abocado al género poesía (UNLP, 2005), estudió Letras (UBA) y Gestión de Bibliotecas (UCES). Sus producciones han sido editadas en Argentina, Perú, España y Francia. Publicó los libros de poemas Ciudad de una lengua (En Danza, 2019) y Personas (Croupier, 2015), e integra la antología bilingüe Cross a la mandíbula/Direct dans la mâchoire, editada por Belles Latinas en Francia en noviembre de 2011. Escribió además la novela inédita Geografía secreta (2004) y la antología La cañada y otros relatos (2013, en coautoría con Matías Medina Silva), entre otros textos literarios inéditos. Publicó versiones al español de poetas estadounidenses contemporáneos en Saltana: Revista de Literatura y Traducción. Actualmente trabaja en el Conicet y, en el marco de su tesis doctoral, se encuentra investigando las intervenciones de los intelectuales en el espacio público a partir del análisis de una selección de cartas abiertas.
Revista Muu+ Diciembre 2020
Genial. Como no identificarse con tantas partes de este relato.
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Es hermoso el relato tan bien contado.
Que mientras lo leía recorda mis partos.
Hermoso.llega al alma
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Muy bueno te felicito ya había,leído uno de tu Mamá y vos. Me gustaría algo de Pablito de su corto viaje entre nosotros gracias un abrazo.
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