Por Marcial Gala
Una buena novela se compone sobre todo de muchos silencios, silencios que suelen tener la contundencia de las palabras más elaboradas, pero narrar así es peligroso porque el autor no sólo va en busca de la palabra exacta, sino que necesita arrancarse tiras de su piel; en resumen, convertir a la propia vida en material literario puede ser una de las mayores pruebas que ha de enfrentar el escritor.

Leyendo la novela de Laura Massolo me viene a la mente un verso de Borges “como el caballo muerto que la marea inflige a la playa” y es que la novela es un retorno a esa etapa bisagra del ser argentino, los años 70. Ese eterno retorno del que nos habla Nietzsche y que tan caro era para Borges está presente en la novela. En una especie de fijeza lezamiana los personajes vuelven a encontrarse porque es imposible escapar de uno mismo. Como decíamos ayer, dice Fray Luis de León luego de cinco largos años en las ergástulas de su España de conventos e intolerancia, y Josefina y el doctor Baldini vuelven a encontrarse o quedan “fijos” en esa mañana de tormenta, y en tanto la Argentina transcurre, se torna una nación adulta, empieza a caminar intentando ser otra que es una de las maneras más pulidas de seguir siendo el mismo. Es preciso que todo cambie para que nada cambie, dice Lampedusa en el Gatopardo y los personajes de Nadie necesita otra novela cambian constantemente como Argentina y como el mundo.
Uno de los grandes logros de la novela está en su estilo, donde la palabra más sencilla se convierte en un hallazgo, una joya. La estructura circular contribuye a mantener la tensión narrativa de una manera muy eficaz.
Leer «Nadie necesita otra novela», nos lleva a preguntarnos otra vez ¿Quiénes somos?
Revista Muu+
Agosto 2018