De Gisela Marziotta
Por Monzantg
Amores bajo fuego es el primer libro que leí en Argentina. De una escritora argentina y sobre Buenos Aires, es mi primer contacto con la historia reciente de un país que me recibe. Gisela Marziotta se propuso -y logró- abordar el tema del amor sin frivolidad, sin cursilería, pero sobre todo, y de lo cual está realmente orgullosa, tal como lo manifestó en la presentación de su libro, sin ficción.
Hacer periodismo de investigación sobre dos de las pasiones del alma -el amor y la militancia-, es como aspirar a una ciencia del alma. Y Marziotta lo hace, enmarcado en Buenos Aires de los años 70 -la década en la que ella nació- a partir de la entrevista personal a militantes que, por encima de todo, amaron y fueron pareja.
Se trata de la entrevista bien pensada, que muchas veces lleva más de una sesión de grabación, a protagonistas, familiares y amigos de cinco parejas -más bien seis, si se incluye lo que se cuenta en el prólogo-, a partir de la cual reconstruye la vida de Cristina y Nico -en el prólogo-, de Clelia y Jerónimo, Alicia y Damián, Delia y Hugo, Leonor y Alberto, y Vicky y Emiliano, en los diferentes capítulos.
Son cinco capítulos en los que describe, una a una, la historia de cada pareja de militantes. Pero, en esa búsqueda de la veracidad de los hechos que viene con la profundidad periodística, la reconstrucción de cada una de las cinco historias la complementa con un poema y una entrevista adicional a un estudioso del período específico en el cual cada pareja desarrolló su militancia y su historia de amor; además de las notas explicativas correspondientes a cada capítulo que terminan de dar la profundidad contextual y causal a las historias, y que se encuentran al final del libro.
Son poemas de Gabriela Mistral y Alejandra Pizarnik, de Rubén Darío, Mario Benedetti y Pablo Neruda que, en palabras de Gisela, dan a cada historia esa melodía particular como si se tratara de la banda sonora de una puesta en escena cinematográfica.
Leer Amores bajo fuego es, para propios y extraños, recorrer los clubes de Buenos Aires, sus cines, bares y boliches, sus calles y oficinas, sus estaciones del tren y del subte, sus iglesias, escuelas y universidades, sus villas y sus barrios, y, también, los centros de reclusión coercitiva del Estado. Es mirar uno de los momentos más convulsos de la ciudad y el país, desde la historia privada -y pública- de periodistas, maestras, trabajadores de bancos y sindicalistas, obispos y cardenales, activistas de los movimientos sociales, militantes radicales y moderados, deportistas, escritores e intelectuales, padres y madres.
Seres humanos que, con el sueño de futuros mejores, entregan los mejores años de sus vidas -y sus vidas- por un ideal y una militancia, pero que en el tránsito, y sobre todo, aman.
Si bien son seis parejas, en este caso mi interés está centrado en el personaje femenino, en la mujer. En Cristina, Clelia, Alicia, Delia, Leonor y Vicky: dos desaparecidas, una murió de vejez, dos están vivas, una se suicidó de la manera más dramática.
Cristina, la maestra que guía
En algún sentido, Cristina, seria e inteligente y con un carácter imponente, era la más alegre y cercana al arte. Periodista de militancia y maestra de profesión y oficio, además de madre, Cristina apostó por la educación y la cultura en su intento por contribuir -desde las escuelas de las villas donde daba clase a los niños- con futuros mejores. La niña a la que le gustaba patinar, bailar y nadar, se convirtió en la buena lectora y apasionada del cine que dedicó su vida a poner en práctica lo que pensaba al lado de su otra pasión, Nico.
Clelia, la «madre-sacerdotisa»
Clelia es, ante todo, la mujer madura, la periodista y la madre, la escritora y activista que, desde la fe, quería ayudar a construir, con un catolicismo desde abajo, una mejor iglesia católica. Cofundadora del «Movimiento de los Curas Casados», Clelia se casó con un ex obispo que la definió como una mujer decidida y audaz que representa «lo grande la mujer», «la generosidad del alma grande». Quizá la relación de ambos queda resguardada en el verso de Gabriela Mistral: «Hay besos que se dan solo las almas». Madre de seis hijas, Clelia fue difamada públicamente, lo que no impidió su amistad con el cardenal Bergoglio y quizá hasta le dio fuerza para publicar varios libros, además de contribuir en la publicación de los libros de su pareja mística, Jerónimo.
Alicia, la doncella atlética
Alicia, que desde niña disfrutaba la libertad y contaba con la confianza de sus padres para caminar sola por las calles, se convirtió en la adolescente deportista de personalidad avasallante en la cancha y, aunque dulce y alegre, reservada en el trato personal con los demás. Pequeña y atlética, de pelo largo suelto y con jeans pata de elefante, le gustaba la música, leía poesía y escribía versos. Y, aunque era disciplinada y buena alumna, no tenía buenas relaciones con sus padres, sobre todo con su madre, con quien discutía con frecuencia debido a su militancia. De alguna manera, encontró la figura materna comprensiva en la madrastra del hombre de su vida, con quien, al decir de Rubén Darío, se amó con todo el ser en esa montaña de la vida llena de abismos, el padre de su hijo, Damián.
Delia, la amante
Delia, que a los 17 años estudiaba en la «Academia Pitman» porque en ese momento escribir a máquina era un oficio, amaba el cine y la música y frecuentaba bares donde había tango en vivo. Cuando comenzó a militar, se encargaba de dar clases en las villas y de hacer pegatinas, repartir panfletos y pintar paredes. Aunque decidieron no casarse legalmente para no exponerse, vivió con su pareja, estuvieron presos juntos y, a pesar de que rehízo su vida con otra pareja, nunca superó, en palabras de Alejandra Pizarnik, al «amado rostro desaparecido», el amor de su vida, Hugo.
Leonor, la «hechicera»
De alguna manera, la militancia de Leonor viene por herencia cultural. Hija de un militante al que desde niña acompañaba a reuniones partidistas y quien en diferentes temporadas tuvo que huir de su casa para evitar las persecuciones, fue la niña con el padre ausente que, sin embargo, creció entre mates, cenas y largas charlas de trabajadores con compromiso social; y en medio de una vida austera debido a la cual tuvo que hacerse cargo de su familia desde los 13 años. Chiquita, bonita, flaquita y altiva, desde joven le tocó exponer el cuerpo y fue torturada física y psicológicamente, además de haber sido baleada. A Leonor no le gusta hablar del pasado y quizá, en parte por eso, después de la tortura nunca volvió a ser ni libre ni ella misma. Siempre práctica y con los pies en el suelo, aprendió de su abuela la obsesión por la limpieza, le gusta la literatura histórica y dice que, durante 40 años, el secreto del amor con el hombre de su vida -ese con quien vio la película «Ordinary People» en la primera cita y muchas películas a lo largo de los años; quien, al decir de Mario Benedetti, sabe que puede contar con ella, y quien afirma que nunca la ha engañado, pero que, además, no habría podido hacerlo porque Leonor «es bastante bruja»-, Alberto.
Vicky, la guerrera
«Esa chica de pelo largo, lacio, negro, con campera de cuero marrón y botas de caña alta» es la más guerrera. No solo la forma que eligió para morir: todo en ella la definía. Tanto su militancia como su ejercicio del periodismo, así como las frecuentes discusiones y la decisión de abortar en acuerdo con el hombre al que, en palabras de Pablo Neruda, amó «de una manera inexplicable… de un modo contradictorio», y padre de su hija, Emiliano.
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MONZANTG (Maracaibo, Venezuela) es ensayista y editor de País Portátil y colabora en los365días.