Sofía Palma Benet

Sofía Palma Benet

El sol otoñal calienta la tierra árida de la pequeña comunidad de San Miguel de Canoa ubicada a 12 kilómetros de la ciudad de Puebla en las faldas del monte La Malinche.
Sus habitantes, indígenas campesinos, sobreviven la escasez de agua a base de pulque – bebida blanquecina que proviene de la fermentación del jugo de la miel de agave- y enfrentan su eterna pobreza con el fervor de sus creencias. En la escasez, la fe puede ser alimento. En la ignorancia, la enseñanza de la fe es un peligroso monopolio.
Es septiembre de 1968 y algo está pasando en el país, los gritos revolucionarios se escuchan en la capital, el movimiento estudiantil iniciado en agosto toma más fuerza, el gobierno se prepara, los medios se entregan a la habladuría, el pueblo teme. Mientras tanto, en la ciudad de Puebla, cinco jóvenes trabajadores de la Universidad aprovechan un día de asueto para escalar el monte La Malinche. Emocionados, salen en el camión de las 6 hacia San Miguel de Canoa desde donde continuarán a pie. Al llegar, una tormenta los obliga a buscar refugio.

En todo el país se escuchan rumores, el movimiento estudiantil de la capital es parte del macabro plan del comunismo para tomar el poder, “los estudiantes comunistas no dudarán en ultrajar todo lo sagrado del pueblo mexicano”, dicen los medios y agregan que ya habían plantado una bandera rojinegra en la Catedral… ¿o había sido en el Zócalo?, ¡Que importaba! Si lo que querían esos ateos era destruir la fe católica, quemar a los párrocos, robar a los santos, secuestrar a los hijos y destruir los ganados.
En la noche del sábado 14, el pequeño pueblo campesino y fervorosamente creyente de San Miguel de Canoa recibe a los jóvenes de la Universidad de Puebla. Alguien dijo que sólo eran trabajadores que venían a escalar, pero seguro que son comunistas y vienen a destruir a Dios.

Al no encontrar refugio en la Municipalidad, Ramón Calvario Gutiérrez, Miguel Flores Cruz, Julián González Báez, Jesús Carrillo Sánchez y Roberto Rojano Aguirre -dos bibliotecarios, dos empleados de limpieza, y un chofer- se dirigen a la Iglesia a hablar con el párroco. Este los echa. Para su buena suerte, el campesino Odilón García les ofrece posada en casa de su hermano Lucas quien vivía con su esposa Tomasa y sus tres hijos pequeños. Estos no dudan en acoger a los recién llegados quienes se preparan para pasar una agradable noche en la humilde morada.

Poco sabían que en todo el pueblo se había despertado el rumor de que el Enemigo estaba entre ellos: había que defenderse. Ya entrada la madrugada, gritos y el repique de campanas reinan en la plaza principal. En casa Lucas, todo es risas y charla. No saben que en el pueblo ha empezado la cacería.

Horas más tarde llega la turba y exige la entrega de los “comunistas”. Lucas se niega pero destrozan la puerta, y lo derriban de un hachazo. Entre golpes y disparos caen Jesús y Ramón, mientras que los otros tres jóvenes son llevados a rastras a la plaza principal para su linchamiento.

La gente grita rabiosa y agradece al santo párroco mientras vociferan contra el comunismo y la Universidad. En el camino, uno de los jóvenes cae mientras rebanan su mano de un machetazo y lo abandonan creyéndolo muerto. Su compañero, Miguel, se salva de su destino final gracias a los agentes militares que interceptan a la procesión de fieles.

De esta tragedia resultaron muertas cuatro personas, dos trabajadores de la Universidad de Puebla, su anfitrión Lucas y su hermano Odilón quien murió de un tiro a quemarropa durante la histeria colectiva. Los otros tres empleados sufrieron graves heridas físicas y psicológicas.

Tanto la ofendida Universidad como el resto de la ciudadanía exigieron una minuciosa investigación sobre lo acontecido en San Miguel de Canoa aquella noche. Si bien esta petición fue legalmente concedida por las autoridades públicamente, jamás se sentenció a ningún culpable. El párroco del pueblo, Enrique Meza, permaneció en su puesto hasta su traslado a su pueblo natal un año después. Nunca fue interrogado e incluso recibió felicitaciones por la prensa local por “defender los valores de nuestra cultura”.

En efecto, en la ignorancia, la enseñanza de la fe es un peligroso monopolio.


Revista Muu+
Diciembre 2010

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