Bosque de alondras. La encrucijada escritural o la inquisición —por dentro y por fuera—de Graciela Maturo.
A contracorriente del Harold Bloom de ¿De dónde viene la sabiduría?, y del Platón que destierra al poeta de su República, en la buena poesía de Graciela Maturo encuentro racionalidad y sensibilidad, arrebato y filosofía; la belleza del mundo y el terror de las sombras. Encuentra uno a una mujer que se arranca piel y vida interior con la piedra, la noche, la sal, con el vidrio y el fuego,y con la marcada presencia de la muerte. O, como dice Lilia Boscán sobre Bosque de alondras, con el «intenso esfuerzo espiritual y mental», esa «tensión» propia del acto creador.
Un exigente y escrupuloso Enrique Arenas Capielo se desvive en elogios ante Maturo, y construye el prólogo de la antología a partir de un rejuego de dualismos en los que el «abismo entre el cuerpo y el espíritu» lleva a «una única y doble visión de la vida y el mundo». A una danza erótica y ritual, a la presencia de la fe y la duda del alma en su búsqueda angustiada y/o serena; a la máscara y el rostro en aterradores descensos a los cielos-infiernos de la humana condición. Además de esa coreografía astral de la palabra que es escribir poesía para una Graciela Maturo en la que Arenas reconoce a «Garcilaso, Rilke, Shakespeare, Eliot, Lo surreal, Girondo, El barroco, San Juan de la Cruz, Dante, Santa Teresa y Sor Juana».
Mientras Arenas prefiere decir, también poéticamente, que en Bosque de alondras la autora recoge todos «los frutos del bosque»; para Carlos Mastronardi, prologuista de uno de los libros de la antología, la poesía de Maturo «es tiempo y sentido». A mí me hace regresar, por encima de todo, al milenario lugar común, a la eterna pregunta que revela la obviedad de lo simple: «¿cómo escribe uno sin la muerte?» Sin el dolor, la tristeza, el olvido y la tragedia. Sin las sombras. Y sin esa sal que a Maturo parece morderle hasta los huesos. Ella lo dice con Sartre, «La vida comienza al otro lado de la desesperación»; y con Hoffmannsthal, «El espíritu sólo se abre para el acongojado».
Como Arenas, ahora incurro en otro dualismo —propio y pueril— que me lleva a distinguir, en general, entre una poesía «más pensada» de una «más sentida», sin que pierda, en el caso de la poesía de Maturo, belleza y fuerza expresiva.
Hay cuatro poemas de la antología que se me hacen especialmente bellos. Tan apasionadamente sobrios que, apenas los leí por primera vez, llamé a Viktoria H. para leérselos por Skype —a media madrugada— y luego se los releí en el McCafé de la ciudad.
De los cuatro, ‹El viaje› lo dejaría como ejemplo de esa poesía más pensada. Los otros tres, asociados a la muerte, a la eterna despedida del ser amado, es lo que llamaría, en todos los sentidos, poesía más sentida. Pero de todos siempre me quedaría, eternamente, con ‹Una rosa amarilla para mi amigo Rosel Albero›.
‹El viaje›
Vuelvo incesantemente a mi cárcel de nubes,
al regazo de sombras donde mi frente duerme,
donde beben mis pulsos,
donde mis dedos juegan con un dado de luto.
Es una lenta cripta con algas de silencio
donde nacen las densas violetas de la noche.
Yo estoy sobre su ara,
desnuda sobre piedras
despojada del aro brillante de los días
que desde el fondo de los siglos rueda.
Estoy sola y la arada materia de mis huesos se disgrega y se parte;
de mis manos desprendo
esta amorosa tierra que pesa y permanece,
me sumerjo en la gruta de mis aguas
o me dejo nacer en la palabra.
A veces la ternura dulcifica los aires,
a veces es la semilla del prodigio
creciendo en los espejos infinitos del tiempo.
Me lanzo a la aventura,
buceo el hondo mar que llevo dentro.
Vuelvo de un largo día hacia mí misma,
hacia mi pura noche sin llama y sin estrella.
De «Un viento hecho de pájaros», p. 19
‹Poema a Baltasar›
Nadie supo tu nombre.
Tampoco yo que por amor te nombré Baltasar.
No sé cuándo te fuiste de mi balcón,
de este planeta confuso,
ni en qué espacio de lo infinitamente abierto
mora tu alma de felino silencioso y bello.
Me falta hoy tu pecho de carbón
el fulgor de las brasas amarillas de tus ojos
y el ondulante andar de tu cuerpo
sobre la reja.
Me falta tu mirar desde lo alto del muro
tan cotidiano como el café y el pan de las mañanas.
Tu compañía irónica y distante
tu presencia a un lado y otro de mi casa
consuelo secreto de mis días.
Estabas allí,
durmiendo sobre la frescura del trébol
o velando en el techo con tu pelaje negro
y leonado bajo el sol.
Adiós hermoso amigo.
No pudimos despedirnos.
Acaso abierto al viento de la eternidad
puedes escuchar la voz de esta amiga extraña,
esquiva,
sola.
De «Bosque de alondras», p. 312
‹Poema para Alejandra en su cuna de oro›
El aire desparrama los papeles en el cuarto vacío
en el séptimo cielo
tu cárcel de princesa
alejada Alejandra
ahora que no estás
y están tan solos
los tiernos dibujos en la pared
las mariposas elevadas en su jaula de terciopelo.
Ahora que no estás donde tampoco estabas
Alejandra lejana
me castigo nombrándote.
Por esta soledad de tus flores deshechas
por tu altivo reinado de pájaro de trapo
por tu pregunta triste de niña en el asombro.
Alejandra
castígame con tu pena
con el rumor de tu nuca florecida
y tus velocípedos de alambre.
No permitas que olvide
aquella vela roja que te llevé una tarde
ni la forma perfecta de una palabra tuya
cuando hacías nacer el cristal de la rosa,
la rosa de una lágrima.
Alejandra, te nombro,
ya no más lejos, viva
devuelta al gran regazo de tu madre nocturna
nacida de esa cuna de cedro en que no estás
en que sólo reposa la osamenta de un pájaro.
Ahora el pájaro corre abierto ya en el viento
y el fuego lo desnuda.
De «Bosque de alondras», p. 322
‹Una rosa amarilla para mi amigo Rosel Albero›
Amanecía el domingo y recordaba
una frase de Apollinaire, el poeta
de la cabeza vendada:
Hoy han embanderado París
porque mi amigo André Salmon se casa.
Hubiera deseado embanderar para ti
el barrio de Palermo
y que todos supieran que mi amigo Rosel
se dedicaba, cerca de mi casa,
al silencioso trabajo de morir.
Nada puedo decirte, amigo mío,
que no sepas.
Sólo podría hablarte de mí,
de los que velamos tu partida.
Nada nuevo hay aquí. Los jóvenes
yacen abrazados en los parques
y los gorriones cumplen
ordenadamente
su tarea… Se oyen ruidos de armas en algunos lugares
de la tierra
y los poetas, como sabes,
intentan el incendio del tiempo.
Sólo tú, Rosel, vas descubriendo lo nuevo
mientras desprendes de tus huesos
esa hiedra de plata que es tu alma.
Quedan allí los miembros abandonados
los ojos que lloraban cuando reías
la mejilla mal afeitada y fría,
la mano yerta.
Te miro avanzar mientras te pierdo
hacia una luz aterradora y bella
hacia el silencio del trasmundo
donde otros amigos te reciben:
Lida, Julio, Brassens,
Homero, Hesse,
y el pálido Franz Kafka, hermano tuyo.
Mientras mi mano dibuja estas palabras,
esta rosa amarilla de marzo,
susurra por última vez en tus oídos
la música del viento en los álamos de Mendoza.
De «Bosque de alondras», p. 324-25
Cierro esta nada breve reseña, con la confesión de un hábito, y es que usualmente transcribo las líneas que más me gustan de los libros de poesía. A manera, pues, de infrecuente cadáver exquisito —digamos monogámico, artificialmente endogámico y casi autorreferencial— dejo,como ejemplo, aunque sin orden continuo, algunas de las líneas que rayé de principio a fin en Bosque de alondras.
«Mi cadavérica selección»
1
Un viento hecho de pájaros y de presentimientos
Como las navidades de la infancia
Escarabajos ciegos
Desnuda sobre piedras vuelvo de un largo día hacia mí misma
Yo conozco tu nombre verdadero, los cauces sin nombre de la nada, la mirada de cera de los muertos. Melodía que nadie recuerda
Llagas de negra sombra te desgajan. Inútil es interrogar a la multitud y al cielo y a los árboles esta noche. Ya no transmiten las antenas del misterio
Penetrar en la materia espesa; es necesario dar el salto elemental. Es necesario desnudarse hasta el hueso
Soy la piedra pulida por las aguas, el ave que renace de la impura ceniza como un ramo de fuego
2
Y se abrirá la rosa sagrada de la muerte, creciendo sobre días mordidos, tempestuosos, ajenos a mi sal y mi locura
Ebrios de nuestros cuerpos
3
Quiero apretar la arcilla entre mis dedos
Sólo palabras esconden el silencio
Cantando hacia su muerte
Todo fluye serena y lentamente en un orden que ignoro pero al que ahora pertenezco
Los signos me acompañan. El signo me consuela, me atormenta. Una piedra sellada por la música es un signo de amor indescifrable. Mis manos trazan signos que borrará la lluvia.
Paso junto a la luz fantasmal de unos árboles. Aguardo en las tinieblas la voz que ha de llamarme por mi nombre,
la llama que trascienda mis huesos y me arrase. Entretanto vivir, esta costumbre
La que no soy se ha apoderado de mi máscara. Sé que estoy sola desde la cal del hueso. Navego hacia el silencio entre espaldas y adioses
La vida es una calle indiferente por donde se pasea la tristeza. Sopla la soledad en todas las esquinas… Esta tarde me dices que la vida, amigo mío, es sólo un largo, trabajoso expediente cuya tramitación final desconocemos.
Con este nudo de sombras me muerde la vida con su sal.
Sólo una vez se nos concede vivir cada minuto
4
El mar mece sus tumbas, sin lápidas, ajeno
Ramo nacido de este cuerpo de sal y oscuro fuego
Sobre la piedra usada por la sal y el amor de cada día. Me encontró el ala oscura de la tarde.
Un caracol, pequeña concreción de ternura.
Floreciendo la muerte. Soy un perro que huele la eternidad
5
Quiero llorar y que mi cuerpo corrahacia el mar, hacia el mar, hacia el olvido.
Hermosa voz quebrada que no me llama ahora.
Desde la sombra viene lentamente,horrible y silenciosa una culebra.
Es tan difícil detener este siervo desatado
6
Todo es una ilusión, una hermosa mentira
7
Volví a escuchar la antigua melodía
el aroma dulcísimo de los tilos
invadió la ventana de la infancia
y encontré a los ausentes, los amados.
Sólo la inocencia sabe escuchar.
10
El planeta animal se vuelve silencioso
en los vastos espacios,
gira en torno a una hoguera llamada sol.
En cada vuelta trae la misteriosa luz
saludada por los pájaros.
En el ocaso callan y el corazón se estremece
con la muerte.
Hacía inventario de mis noches en vela
de muertes cotidianas
de amor de cansancio de resurrecciones
de libros que amé
de rostros en que veía el tuyo,
de palabras tatuadas en mi pecho.
Volví después a mi templo desconocido
el que destruyo y levanto cada día.

Monzantg (Maracaibo, Venezuela) es historiador y profesor universitario.
Edita País Portátil y colabora en varias revistas en Venezuela, Argentina y España. Reside en Buenos Aires.
Bosque de Alondras. Fondo Editorial de la Universidad Católica Cecilio Acosta (UNICA) (Maracaibo), Colección «El Aleph».