Francisca Álvarez

Día cinco. Desprenderse de lo ajeno

Despierto sobresaltada por un rasqueteo. Que no sean los cuises. Tres años atrás afrontamos una invasión de las graves. Sus chillidos al ser atrapados llenaron el pueblo de una inusitada vitalidad. Los gritos humanos provocados por la epidemia de fiebre de los conejos que la acompañó, crearon una atmósfera de infierno prematuro. No estamos preparados para otra de esas: ni trampas grandes, ni pequeñas, ni venenos, ni fosas comunes. Y no es el momento de salir a pedir favores, las plagas nunca lo son. Además tanta vida no haría otra cosa que desordenar.

Abrazada por pensamientos previos a la calamidad, me aproximo a la pieza de la que fuera nuestra madre, punto-origen de rasqueteo y desvelo. Mis manos se clavan en el marco de la puerta. De haber cuises impediré su huida. Encorvada para no espantarlos, doy un paso dentro de la habitación. Veo la sombra del cuis más grande del mundo, avanzo. Sus pezuñas rascan el suelo. Mastica golosamente una tela floreada que reconozco. Es la cabra. Siempre está un paso delante de nosotros, masticando suavecito ropas ajenas.

A una distancia prudente, Patricio me observa acariciar la cabeza cabría. Le señalo sus pies descalzos. Examina el piso a su alrededor, terreno fértil para minúsculos detonantes: astillas, vidrios, semillas y clavos. No distingue peligros cercanos, corre a calzarse.

–Patricio, ¿cómo se enciende una hoguera?
–Con los zapatos puestos.
–Muy bien, ¿con qué ciencia se relaciona?
–Con la geometría.
–Ajá, ¿por qué?
–Círculos concéntricos en un lago de fuego, puede haber lanzas o muñecas, pero siempre hay un círculo.
–Admirable. Traé la leña.

Salgo, arrastrando la pala, mis puños están protegidos por los guantes prestados. Dibujo un círculo en la nieve en el que entrarían quince niñas de pie. Me sitúo en el centro y paleo hacia fuera. Patricio va trayendo ramas del establo. Despejo una luna en cuarto menguante y la hago crecer hasta que queda redonda y llena. Agotada, me siento y cierro los ojos. Imagino quince niñas quebradas, caídas del techo. Veo carne, dientes esparcidos como si las mandíbulas hubieran sido lo primero en golpear el suelo. Abro los ojos. Patricio me sacude, dice que dormitaba.
–¿Las piedras?

Armamos un borde duro que acorrala y protege las llamas. Las ramas en el medio, y los fósforos que encienden. La cabra bala, inquieta.
–Que crezca, Patricio, tirale bollitos de papel de diario. Ahora busco las cosas.
–¿Vestidos solamente?
–Vestidos y zapatos: toda la ropa de mamá, maquillaje, tabaco, sábanas, y cortinas.
–¿También la manta gruesa?
–La manta gruesa no. Nos quedan cinco noches.
–Y hace frío.
–Sí.

Son tres bolsas de inmundicias de ella, inflamables. Pesan bastante. Llevo de a una. Me acuclillo junto al niño, un fuego respetable calienta nuestras frentes, rodillas y manos. Agarro el primer objeto: unas polainas rosas. Desde donde estoy, las arrojo a las llamas. Chispas sintéticas nos saltan a la cara, cientos de hombrecitos naranjas y amarillos tiran de la prenda hacia arriba, se la llevan a la boca y la destripan hasta hacerla desaparecer. Le alcanzo a Patricio una bolsa. Introduce la mano que se agita nerviosamente. Saca una petaca de cuero, me mira y asiento. Procede de manera eficaz, se levanta una llamarada más alta que la casa: quedaba algo de aguardiente en el fondo. Nos alejamos unos metros y continuamos, el costurero vacío, una pulsera gris, dos ramos de flores artificiales. El entusiasmo se hace latente y comenzamos a rematar cada lanzamiento con un grito corto y seco, de tenista. Un almohadón con encajes, un espejo roto, la biblia de su mesita de luz, un tapado marrón deslucido, cigarrillos, la caja de acuarelas, su cepillo, una crema de cara, el abridor de cartas y el de vino, un mantel de flores, una caja de aspirinas verdes y blancas. Doy vuelta una bolsa ya aligerada, y cae una fotografía: Patricio, serio, mirando de cerca a la cámara, ella y yo, un paso más atrás sosteniendo sus hombros. Creo que estaba destinada a una postal que no se envió. Patricio lagrimea, el humo le irrita los ojos.
–¿Ésta?
–Era de ella.
–¿Podemos guardarla?
–No. Si guardamos algo, aunque sea una cosa chiquita quedaremos impregnados de recuerdo, ¿y qué es lo peor del recuerdo?
–La pena.
–¿A qué lleva la pena?
–Al desasosiego, a la fascinación por todo lo vivo y, finalmente, a la dimisión.
–¿Cómo es la dimisión?
–Inaceptable.
–¿Qué indica?
–Expectativa de posteridad.
–Prodigioso, Patricio, muy perspicaz. Ahora, tirala a la hoguera.

Coloca la fotografía sobre una sábana gastada. Con una rama gruesa la va empujando hacia el calor dibujando un camino sobre la nieve dormida, como una víbora. Me pierdo en sus ondulaciones. Una ráfaga de viento levanta la fotografía y la hace regresar. Para dar el ejemplo, tiro con escarnio unos zapatos de taco. Me sorprende un chillido desorbitante. Busco a mi alrededor: una figura voluminosa se recorta contra el fuego. Pareciera chillar y saltar de quemada, supongo que está detrás, pero viéndola así, a trasluz, no puedo estar segura; como cuando el dolor está tan cerca que no se sabe con certeza si las carcajadas y los perros también existen. Distingo una cabeza gruesa que gesticula a nuestra derecha, es Delicia, la amiga de mamá. Ahora podemos entenderla. Su cara está rodeada del aroma del espanto. Odia nuestros pensamientos rojos y las manos incendiarias ¡Odia! Dice que esto es inmenso. Tiro una caja de música que se abre y mientras se derrite la muñeca, silba tres veces la melodía cada vez más desvencijada ¡Delicia grita! Patricio me mira y a una señal mía, va adentro y trae la mesa de luz que no es demasiado pesada. Los dos la empujamos para que la devoren las llamas fúnebres. Nuestra risa reemplaza la vergüenza carbonizada de la fisgona.
–¡Pero qué están haciendo, engendros! Patricio, un balde con agua. No pueden quemar sus cosas así, esto no lo voy a dejar pasar.

Agarra la frazada y la tira sobre las llamas para apagarlas, mi grito la petrifica. Me apuro a salvar a la manta de un final inmerecido.
–¿Qué pasó, Marla? ¿Fueron a verla ayer? ¿Acaso pasó para el otro lado?
Silencio. Parece al mismo tiempo indignada y a punto de llorar.
–¡Marla! ¡Contestame o voy a empuñar el látigo! ¿De qué te reís?
Niego lentamente con la cabeza. Contestarle no sería romper con la despedida si no la considero persona.
–Todavía no murió.
–¡Ustedes no tienen corazón! ¡No la merecen! Mañana mismo voy a verla.
Y te aseguro, criatura, que no me voy guardar nada.
–Igual no te va entender, no dice nada.
Patricio habla sin sacarse la mano del bolsillo, me pregunto si quemó la fotografía.


Francisca Álvarez, nació en 1995. “Día cinco. Desprenderse de lo ajeno”, es parte del libro La última boca, publicado por la Exposición de la actual narrativa rioplatense (Editan: Milena Caserola – El 8vo. loco – Alto Pogo)

Revista Muu+
Agosto 2014

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