Satori Forn

Por Ricardo Montiel

            Me gusta más el Forn retirado que el capitalino, aunque a veces me pregunto que hubiera sido de él en Buenos Aires sin la pancreatitis, si hubiera moderado su vida de ambiciones y de excesos. Quizás se hubiese esforzado en escribir la siguiente novela y la siguiente, y la siguiente, y la siguiente; quizás se hubiera esmerado en complacer la tirantez del “para cuándo”, o los médicos no hubieran podido hacer nada de nada para que sobreviviera y, como su a menudo citado Marcel Schwob, se apagara antes de llegar a los cuarenta años.

            Recuerdo estas líneas de Bolaño en “Literatura + enfermedad = enfermedad”, texto dedicado a su amigo hepatólogo: “Cuenta Canetti en su libro sobre Kafka que el más grande escritor del siglo XX comprendió que los dados estaban tirados y que ya nada le separaba de la escritura el día en que por primera vez escupió sangre. ¿Qué quiero decir cuando digo que ya nada le separaba de su escritura? Sinceramente, no lo sé muy bien. Supongo que quiero decir que Kafka comprendía que los viajes, el sexo y los libros son caminos que no llevan a ninguna parte, y que sin embargo son caminos por los que hay que internarse y perderse para volverse a encontrar o para encontrar algo, lo que sea, un libro, un gesto, un objeto perdido, para encontrar cualquier cosa, tal vez un método, con suerte: lo nuevo, lo que siempre ha estado allí”.

            Como en Kafka –y posiblemente como en Bolaño–, la enfermedad produjo en Forn un vuelco en casi todos los sentidos, que lo llevó a descubrir que no solo ya nada lo separaba de la escritura, sino el estilo con el que mejor traducir la diversidad o los cruces insólitos que puede suscitar la lectura simultánea de un libro, un gesto, un objeto perdido para hallar lo que siempre estuvo allí, flotando bajo la corriente de lo “prioritario”, “justamente lo que esquiva toda generación, lo azaroso, lo raro, las extravagancias humanas”, en palabras de su citado Schwob.

            Y uno podría decir que fue necesaria la pancreatitis, que los médicos le advirtieran que debía de parar antes de cansarse, que debía de cambiar radicalmente sus hábitos para centrarse en lo esencial: la escritura de contratapas. A mí me gusta más pensar que lo que Forn necesitaba era estar cerca del mar, apartarse del imperativo generacional y sobre todo darse tiempo para derribar algunos mitos (como la presunta fama liberadora por firmar en el New Yorker en su juventud), y decantarse por la libertad que le proporcionaba el estar creando su propio invento.

            “La mayoría de los escritores que tienen una columna, tratan de escribirla lo más rápido posible para dedicarse a las cosas que les importan de verdad. Cuando me ofrecieron las contratapas, yo estaba en un momento de sequía creativa. Y me dije: ‘¿Qué pasa si convierto esto en un laboratorio y pongo ahí toda mi libido?’ Estaba en Gesell, con toda mi biblioteca, incluidos esos libros que uno se promete leer más adelante. Y así fui engordando una grilla, con lecturas acumuladas. A veces tenía que entregar y me sentía atrapado por el horror vacui hasta que, caminando por la playa, me llegaba una colita de la que agarrarme para ir siguiendo la deriva. Ya me acostumbré a pensar digresivamente, un poco por mi manera de leer y otro poco por estar solo y hablar conmigo mismo todo el día.” Dijo en una entrevista, en la que luego agrega: “Y después está el viejo truco de trabajar los detalles. Es fundamental tomar atajos. La idea de hipervínculos dentro del texto. Aunque claro, luego vendrán los enfermitos que nunca faltan a googlear cada cosa que escribís para ver si es cierta.” No recuerdo haber googleado nada para comprobar si aquello que leía cada viernes era cierto, como tampoco recuerdo cuál fue la primera contratapa que leí. Lo que sí conservo en mi memoria es la primera impresión que me produjo, como la de estar viendo el complejo tejido de más cerca, descubriendo en la textura del relato del mundo finísimos hilos igual de importantes.

            Fue una especie de “efecto de dilatación”, como si en la tupida persiana hecha de pesado enciclopedismo se abrieran nuevas franjas que dejaran colar más paisaje y más luz. No estaba ante vulgares biografías, sino ante relatos minuciosamente elaborados en un formato de apenas cien líneas. ¿Cómo hacía para que esos detalles, esos atajos y esos hipervínculos entraran ahí y emergieran? ¿Cómo hacía para que uno, al final del recorrido noticioso del viernes –en ese entonces solía comprar Página/12 en papel, pero sólo para leerlo al revés, y dejarlo en la segunda página– viajara codo a codo con Carl Fisher de Alemania a Brasil, en busca de un Joao Gilberto que elegía los baños por su calidad acústica y entregarle a este una guitarra de un famoso luthier en Westfalia que, según el germano poseído por la escucha de “Desafinado”, debía de pertenecerle al inventor de la bossa nova? O acompañar al gigante y alcohólico Dovlatov en su paso de la Leningrado del deshielo a un departamento en Queens, y que te dejara marcada esta cita del ruso en la cabeza para siempre: “Porque cualquier tema literario presenta tres aspectos: todo lo que el autor quiso expresar; todo lo que supo expresar, y todo lo que expresó sin querer. Ese tercer aspecto es el más interesante para el lector”.  

            ¿Cuál era el aspecto que más me interesaba de las contratapas de Forn? Además del efecto de dilatación en un formato rigurosamente breve (que recuerda aquel primer requisito del arte que decía Gide: no demorarse), la sensación de intensidad que dejaba impregnada la lectura; pero a nivel colectivo. Más de una vez me topé con la necesidad de otros de al menos preguntar si había leído “la de hoy”; aunque, más que si la había leído, si había estado también en Alejandría, en el piso de la calle Lepsius a la luz de las lámparas de petróleo, acompañando al “oráculo” Kavafis convertirse en influencia insoslayable de Pound, Auden, Milosz, Montale, Cernuda y Brodsky… ¿Alejandría? ¿Pero no estábamos en Buenos Aires? Nos apropiábamos de lo leído a través de un intento de réplica coral, como si hubiésemos “vivido” la experiencia al unísono y necesitáramos recapitularla; como si hubiéramos podido entrar en el acontecimiento y palparlo entre todos, y que Buenos Aires se nos confundiera con Alejandría. Como suele ocurrir con otros textos, las contratapas no quedaban en el imaginario privado del lector; sus sedimentos se desbordaban hacia afuera, hacia el otro, haciendo de nosotros un hipervínculo más.

            Quizás lo más sorprendente es que se trata de influencias (y aquí empiezo a hablar en presente), y de ahí su mención a Schwob, y en especial a su Vidas imaginarias (1895), libro del francés que, como es sabido, influenció al Borges de Historia universal de la infamia, y en el que encontraremos el germen de la operación Forn. Y digo que me resulta sorprendente porque, cuando se trata de influencias llevadas a la propia escritura, solemos incurrir en pedanterías; solemos adueñarnos de ellas con cierto celo intelectual, algo de lo cual Forn logra lo opuesto: te incentiva a que hurgues junto a él en su biblioteca; a que empieces a pensar digresivamente y hables contigo mismo todo el día; quizás porque en sus contratapas no es la hazaña de los grandes nombres lo que predomina (la hazaña escindida de la individualidad, y por ende de la fragilidad humana), sino aquello que, como diría Marcel Schwob,“no tiene paralelo en el mundo”.

            “Los protagonistas son reales; los hechos pueden ser fabulosos y no pocas veces fantásticos. El sabor de este volumen está en ese vaivén”, escribió Borges sobre Vidas imaginarias. Y el “vaivén” me recuerda al “pelo contra pelo” al que Forn solía aludir en su taller, refiriéndose a la respiración del texto, a la apertura y el recogimiento en la sintaxis de la prosa. Recuerdo que Juan solía hablar de ello entrechocando sus manos extendidas como si fueran aletas (como si fueran dos pinceles que se dan brochazos entre sí), sin que se le cayera el cigarro. El pelo contra pelo tiene el propósito de ir revelando y agregando un nuevo hilo en el tejido del relato; al final –y este es otro gesto que hacía, luego de beber la enésima taza de té–, sus dedos acababan entrecruzándose en un punto, y él bajaba la mirada para verlos, o para ver el tejido ajustado en el punto en que debía ajustarse, equilibrando casi a la perfección materia y silencio. Veo ahora sus dedos entrecruzarse en mi memoria a contraluz; y no es casual que lo recuerde así, porque él solía sentarse de espaldas al norte casi franco, a las puertas deslizantes de un balcón a la calle Peña.  

            Allí, en ese departamento que acogía el taller, y no antes, descubrí que él había sido cadete, telefonista y editor en Emecé, y luego editor en Planeta. Que se había dedicado, digamos profesionalmente, por más de diez años a la edición de libros. Que había creado y dirigido el suplemento “Radar” de Página/12. Que había publicado novelas y crónicas y un libro de cuentos, Nadar de noche, que Luis Chitarroni no dudó en calificar de obra maestra. Que había sufrido una pancreatitis por su vida meteórica que casi lo deshace para siempre antes de cumplir los cuarenta años. Que había saltado de la frenética Buenos Aires a la tranquila Mar de las Pampas. Y lo que a mí me resultaba especialmente fascinante: su formación de apasionado autodidacta. ¿Empecé un taller con alguien de quien no conocía sus antecedentes, seducido exclusivamente por la lectura de sus contratapas? Sí. Un viernes, vi que firmaba con su mail. Y le escribí.

            Y un viernes de taller me animé a ir más temprano, apenas un poco más temprano. Juan estaba solo, ya bebiendo de su inagotable té. Me senté en el sofá y él en su silla a contraluz. En minutos comenzarían a llegar mis compañeros, así que le hice la pregunta a bocajarro. Y él podía haberme contestado con un Salí de acá o un Quién te crees que sos, venezolanito, por zamparle esa pregunta como si acaso uno pudiera robarle –yo me ilusionaba de que sí– ya no su método, sino el resultado de su método; pero entonces sucedió lo inesperado: me dijo que hurgaba hasta debajo de las piedras (las piedras que iba levantando en sus caminatas por la playa); que traducía todo lo que encontraba; que googleaba hasta el cansancio; que leía hasta el cansancio y que cruzaba libros y videos e innumerables soportes y que, por supuesto, como Schwob, inventaba… porque, sin ficción, difícilmente se logre el vaivén, el pelo contra pelo. Que le gustaba contar dos historias a la vez; y entonces me habló de la teoría pigliana de los dos relatos que van enfocándose y desenfocándose alternadamente, convergiendo en el final y propiciando en el lector el satori; esto es, un momento de satisfacción casi plena. Me ofreció uno de sus Lucky rojo, el cual encendí de su mano mientras él agregaba, un poco más sentencioso y menos explicativo que, después de todo, era cuestión de saber elegir y de combinar. Y en ese saber estaba todo, o casi todo. Y que había que buscarlo en uno mismo.

             Pero llegaron mis compañeros y Juan aprovechó para pedir opiniones. Nos mostró las opciones de tapa para los tomos que publicaría Emecé de sus contratapas. Cuatro tomos a los que les seguiría una última y quizás definitiva recopilación: Yo recordaré por ustedes, aparecido en 2021 también por Emecé, apenas dos meses después de su muerte. En Yo recordaré por ustedes, Juan ensaya el hipervínculo que faltaba, el que había entre sus textos desde la fundacional África al oriente en dirección al occidente hasta su vida y la playa de Gesell, construyendo un tejido aún más grande y complejo de la otra historia del mundo; una historia continua de infinitos hilos vinculantes como si, después de todo, lo que él hubiera estado publicando viernes a viernes fueran las piezas de un mapa de influencias. Y quizás toda obra lograda es más cartográfica que literaria; un mapa actualizado y personal de influencias que al instante se vuelve de todos.

            Y me arriesgo a afirmar que todo lo que él profería en el taller está en ese libro; todo lo que sus contratapas constituyen, pero como conjunto, como un todo expansivo, está ahí, en ese libro. Ese libro es una contratapa de cuatrocientas y pico de páginas. Y es un Juan inspiradísimo autoeditándose, dejando todo de sí como si se apagara.

            Recuerdo aquel verano de taller en que se hizo de noche, y el corte eléctrico no impidió que continuáramos. En un momento dado, Juan habló de Rulfo, de Monterroso, de Schwob… de cuánta intensidad puede caber en lo breve. Y de ahí en adelante sus palabras nos fueron trasladando a una noche de la antigüedad, en torno a un fuego que parecía avivarse o atenuarse con sus palabras, y que imprimía en nuestras miradas el satori, la evidencia de que no había relato que él profiriera que de algún modo no te interpelara, que no viajara directamente a un lugar de tu existencia e insertara ahí una especie de confianza en la belleza.

Foto: Martín Rosenzveig

Foto portada: Nora Lezano

Ricardo Montiel nació en Maracaibo, Venezuela, en 1982. Ha publicado los libros Ciudad blanca sobre fondo blanco (Ediciones del Movimiento, 2015), Agonía de los días terrestres (Caleta Olivia – Rangún, 2018; El Taller Blanco Ediciones, 2020) y S, M, L (LP5 Editora, 2020). Mención de honor en el VIII Premio Internacional de Poesía Paralelo Cero 2021 con El rezo de los chatarreros, libro que próximamente saldrá en Quito por El Ángel Editor. Textos suyos han aparecido en medios digitales e impresos de Argentina, Costa Rica, Estados Unidos, España, México, Colombia y Venezuela. Coeditó la revista digital Merece una reseña, y actualmente es editor de literatura de la Revista Muu+ Artes y Letras. Vive en Buenos Aires desde 2007.

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