La ropa sucia del extranjero
Siete años en Buenos Aires a través de sus lavaderos.
Se sabe que en Buenos Aires abundan las librerías. Nadie, en cambio, se fija en las muchas lavanderías que hay. Su presencia es imperiosa en una ciudad donde hay pocos apartamentos con espacio y conexión para la propia lavadora; como si en el reparto de las cosas que se hacen dentro y fuera del hogar, se hubiese desatendido el mandamiento ancestral de lavar los trapos sucios en casa. Sea como sea, el mundo del lavadero es uno tremendamente peculiar. De entrada, es una frontera entre el trámite y la confesión, que pone en juego una metonimia muy evidente: la ropa por el cuerpo mismo que la viste. Y con ella entregamos las pistas que conducen a nuestra pudorosa intimidad: quiénes somos, cómo vivimos, qué hacemos en nuestras casas. Hay quienes prefieren que todo eso ocurra frente a un completo desconocido, de un modo similar a quien se desnuda en el médico, amparado por las distancias científicas y profesionales. Otros, como es mi caso, preferimos que medie un cierto margen de complicidad, un pacto de confianza que es imposible forjar sin una mutua contemplación, sin fijarnos en quién se encuentra del otro lado del mostrador. Es una hermosa regla de vida, y después de todo, lavar ropas ajenas entraña un acto de aceptación, de tolerancia e incluso resignación, países todos muy cercanos al amor. No en vano los primeros en lavar nuestra ropa son, normalmente, las mismas personas que nos trajeron al mundo.
Conocí mi primer lavadero en Buenos Aires estando recién instalado en el microcentro porteño y en la Argentina del último año de Cristina Fernández, que en esa época cotejaban con la Venezuela de Hugo Chávez. Una perspectiva difícil de sostener en numerosos sentidos (seguramente en otros no tanto), que era moneda corriente en todos los medios de comunicación: un país ya extinto al que bautizaron Argenzuela, con énfasis en el sentido triste del sufijo. Los residentes venezolanos se podían contar sin esfuerzo, llevando una vida invisible, lejana en su mayoría del tránsito rápido de los turistas criollos, que “raspaban la tarjeta” en los misteriosos pasajes del centro. También era normal que el acento caribeño evocara entre los porteños a Cuba o la costa colombiana, pero que al develarse el misterio empezara un verdadero aluvión de preguntas y comentarios, cuyo propósito normalmente era confirmar la visión del lugareño de lo que estaba ocurriendo por allá.
Esa fue mi primera impresión al entrar a ese lavadero del centro, regentado por un anciano blanquísimo y corpulento. Era un sitio amplio y con ventanales, no sé si de una franquicia, emplazado frente a una tienda de pianos, a unas pocas cuadras del diminuto departamento que yo había logrado alquilar. Desde el principio encontré encantadora la practicidad del intercambio, casi mágico, de ropas sucias en bolsas de tela, por ropa pulcra y doblada a la perfección en bolsas plásticas, que al romper cual capullo de mariposa entregaban a la nariz el dulce misterio de suavizante. Pero si bien lo frecuenté durante meses y en cada visita dediqué abundantes y agradecidos minutos a la charla, jamás pasé de ser “muchacho” para quien atendía y a cambio el tampoco pasó de ser “señor”. En cambio, conocí muy bien su opinión enardecida sobre el kirchnerismo, al que acusaba de reducir a la pobreza a “este país generoso”, y su opinión sobre nuestros países, compuestos por vagos que todo lo quieren gratis y no permiten progresar. Mi opinión, que muy a menudo solicitaba, era apenas la chispa para encender su perorata, que yo al final toleraba en silencio, acechando el instante propicio para completar una idea. Supongo que era la soledad del inmigrante lo que me privaba del buen juicio de escapar de esa situación, o probablemente un empeño en no dejar que me explicaran lo que yo había vivido en carne propia.
Fue en esas ocasiones donde escuché por primera vez el “…pero no como acá” con que atajaban los locales cualquier intento más o menos efectista que uno hiciera por describir la grotesca realidad de Venezuela. ¿Que son corruptos los gobernantes? Sí, pero no como acá. ¿Que en la ciudad hay violencia? Claro, pero no como acá. ¿Que el salario no alcanza para comer? Y… acá ya no se puede vivir. A lo más que podía aspirarse, cuando el debate se empezaba a acalorar, era que al final “es lo mismo en todos lados”, pronunciado con desgano y asunto zanjado para siempre. Tablas. Sólo entonces regresaba con mis fardos de ropa limpia al aire primaveral, y me entregaba gustoso al barniz de elegancia que Buenos Aires conserva en el centro.
No tardé mucho en experimentar mi primera mudanza, que me condujo hacia un monoambiente en Belgrano. Muchas cosas cambiaron de golpe: se trataba de un barrio enteramente nuevo y que me transmitía la impresión de haberme mudado a las afueras, aunque a la vez me fascinó el aire vibrante y despejado de la avenida Cabildo, en la que estaban apenas proyectando el Metrobús. Además, mi nuevo edificio contaba con lo que llaman “amenities” en los anuncios de ventas y alquileres, es decir, áreas comunes ubicadas en la azotea: una piscina (que nunca usé) junto a un cuartito con cintas rodantes (arruinadas en su mayoría) y un conjunto de lavadora y secadora de gigantescas proporciones, cuyo uso ameritaba dos fichas metálicas, comprables por veinte pesos cada una en los erráticos lapsos en que estaba abierta la conserjería.
Este sistema self service viene a cuento porque implicaba un ahorro importante en comparación con el lavadero, y además me resultaba más familiar. Lo malo es que uno tenía que cargar la ropa sucia hasta el último piso, primero por ascensor y después una precaria escalerita hacia la azotea, cruzando los dedos para que los aparatos estuvieran disponibles. Esperar de los vecinos cierto nivel de organización y tolerancia es algo que, como se sabe, bordea entre lo ingenuo y lo fantástico. Dejar la lavadora encendida y volver a casa a esperar, por ejemplo, implicaba el peligro de distraerse y tardar en pasar la ropa a la secadora, y que en el interín otra persona la arrancara de las entrañas del armatoste y la arrojara húmeda aún en el suelo. Cosa que después de experimentar por primera vez, me obligó a quedarme allí parado la hora entera, mientras se avanzaba el circuito de lavado y secado, esperando entre cadáveres de cucarachas y el viento helado del undécimo piso. Una experiencia desoladora que no hacía más que reafirmar las bondades del ejercicio privado sobre la colectivización. Así, cuando la campanilla sonaba y la secadora finalmente se detenía, uno guardaba su ropa entregado al espíritu maligno de Margaret Thatcher.
Aquello no duró mucho, naturalmente. Siempre que pude retomé mis visitas a algún lavadero. Y rato después abandoné Belgrano en favor de un edificio pequeño, húmedo y oscuro en Palermo “Hollywood”, de esos que tienen aire todavía al siglo pasado. Al contrario de lo que el apodo del barrio sugiere, no había allí ni ascensor, ni conserje, ni “amenities” de ninguna clase, pero sí un lavadero emplazado cómodamente a la vuelta de la esquina. Estaba al inicio de una calle sombreada por plátanos gráciles y elegantes, cuyos troncos camuflados en nada recordaban a los plátanos comestibles de mi tierra: los mismos, de paso, que empezaron a ser más comunes en las fruterías y verdulerías. La razón seguro estribe en que la presencia venezolana en Buenos Aires comenzaba a volverse masiva, floreciendo en locales gastronómicos, servicios de remesas y todo tipo de consumibles nostálgicos. Percibir el acento caribeño en la calle o el transporte público se hizo tan común, que a la par fue dejando de resultar llamativo. Nadie parecía acordarse ya de la difunta argenzuela. No sé si porque la crisis tenía otros nombres y otros referentes, o porque la debacle de nuestro país no daba ya lugar a comparaciones.
El nuevo lavadero era un espacio compacto y sudoroso, dos pisos estrechos de lavadoras industriales, con un aire a submarino de la Segunda Guerra Mundial. El sonido de las máquinas era incesante, como lo era también la presencia de una peruana cincuentona, de rostro agotado y muy pocas palabras, en torno a quien giraban siempre dos o tres niños bullangueros. Y en otras ocasiones atendía un hombre chino algunos años mayor, que con un español titubeante y risueño celebraba lo mismo cuando lográbamos entendernos, que cuando no. En especial parecía hacerle gracia cuando mis nombres para las cosas distraían la conversa: no tanto los cambios simples como lavadora por lavarropas o lavadero por lavandería, sino las mutaciones como franela por remera, suéter por buzo, chaqueta por campera y chomba por algo que aún no logro saber exactamente qué es.
Por mi parte, nunca pude averiguar sus nombres respectivos, un misterio que se me antojaba bastante menos crucial que el del vínculo que compartían. Podía tratarse de marido y mujer, dada la consabida integración de los migrantes chinos en la cultura peruana; o quizá solamente de socios en la conducción del lavadero, o incluso puede que fueran dueño y empleada o dueña y empleado. Quién sabe. En las muchas ocasiones en que los vi compartir ese espacio, no hubo señal alguna al respecto, ningún gesto de autoridad, ningún chiste obscenamente revelador, que inclinara hacia algún lado la balanza. Aunque muchos verían en esa abierta indiferencia la prueba irrefutable de un matrimonio consumado. Eso no me impidió construir con los dos una relación divertida, llena de comentarios juguetones, que les hacía al devolver la ropa interior ajena que aparecía entre la mía, o al insistirles que omitieran el odioso pachulí con que le daban a la ropa limpia su toque final, rociándolo desde una botella plástica con aspersor. A todo siempre decían que sí, o me pedían disculpas, y después continuaban haciéndolo como si nada. Pero incluso así yo no me animaba a discutir. Me gustaba el trato franco y horizontal que nos permitíamos, quién sabe si amparados por la extranjería como un salvoconducto.
Cierto día se sumó al lavadero quien tal vez fuera un sobrino, hermano menor o familiar de la señora peruana. Un muchacho turbio y de poca estatura, de cabello al rape y sonrisa irregular, que nos miraba expectante cada vez que yo aparecía, apenas conteniendo las ganas de participar en la conversación. Cosa que pronto se le hizo posible, gracias a lo que pintaban como indirectas del jefe chino en su contra: comentarios sonrientes sobre sus pocas ganas de trabajar, sobre su comodidad o su flojera, que él recibía con una risita incómoda, ignorando adrede el sustrato de verdad que habita siempre los chistes. Pero cuando el jefe no estaba empezó a soltarse conmigo y hacerme preguntas y comentarios más francos, que por lo visto había estado rumiando un buen rato: ¿cómo es que nadie en Venezuela le daba un tiro a Maduro? ¿Por qué los venezolanos preferían huir de su país? Incluso llegó a insinuar, no sé qué tan en chiste, que nos hacía falta un peruano como él para señalarnos el camino. De nada sirvió recordarle la década de fujimorismo y su tenebroso prontuario de corrupción y violaciones a los derechos humanos. “Fujimori salvó al Perú de los comunistas”, fue su respuesta, “Mientras que ustedes los dejaron que se quedaran con todo”. Mentiría si dijera qué le respondí. Puede que algún comentario sobre Simón Bolívar y la liberación del Perú. El eterno y vergonzoso regresar a Bolívar. Pero aquello se me antojó una traición a todo lo que había construido en torno a mis idas al lavadero.
A partir de entonces las chanzas de mi compinche peruano empezaron a hacerse pesadas, insistentes, sin gracia. Si me distinguía caminando en la acera de enfrente, vociferaba comentarios sobre los venezolanos malandras, o daba vivas por Chávez y Maduro. A todo yo respondía con un saludo distante, o haciéndome el distraído y caminando deprisa. Hasta que empecé a tomar un camino distinto, rodeando esa esquina en mi camino hacia el subte, y acabé llevando mi ropa a otro lavadero, un poco más lejano y costoso, atendido por otra china que casi no hablaba español y dispensaba el servicio con anónimo automatismo.
Entonces vino la más reciente de mis mudanzas, que me condujo al antiguo barrio de los ingleses, conocido también como Belgrano “R” pues de aquí partía el tren que a comienzos del siglo XX vinculaba a la Capital Federal con Rosario. Se trata de una burbuja barrial, apartada lo suficiente del frenético Belgrano comercial para contar con aires propios, en la que vivió en su momento buena parte de la llamada Generación del 80 argentina. Un barrio, además, al que llegué unos cuántos meses antes del inicio de la pandemia, a tiempo para hacerme asiduo de un lavadero de anuncio luminoso que hay justo en la acera de enfrente.
Emplazado entre dos colegios y junto a una venta de comida dietética, el local está en manos de una cincuentona gruesa y achaparrada, oriunda del Chaco y férrea militante del macrismo, que comparte según me cuenta el miedo al “comunismo” y al gobierno de “los zurdos” con sus conocidos venezolanos, los mismos que algún diciembre la introdujeron al pan de jamón y trataron también de explicarle lo que es una hallaca. Eso también quiere decir que jamás me hizo falta explicarle de dónde yo era o qué estaba haciendo en Argentina: todo eso estuvo asumido por su parte, desde que comenzó a darle uso al “ustedes” con que a veces se me dirige, como lidiando con el emisario de alguna colonia o enjambre. Curado en salud y contento con la cercanía del lavadero, me propuse no discutirle las cosas que dice entender sobre lo que ya a estas alturas no se puede llamar sino la gran tragedia venezolana, ni sus opiniones tampoco sobre cualquier gobierno progresista en la región, que a su modo de ver forman parte de un frente organizado para despojarnos a todos de todo. Cuando mucho me he permitido un salomónico “son todos iguales” en referencia a quienes ejercen la política. Y la razón es que todo indica que llevarle mucho la contraria me ubicaría en una región ideológica sospechosa, que justifique tomar represalias contra mi ropa: mezclar la blanca con la oscura, encoger mis camisas o que mis medias, cual dinosaurios, puedan desaparecer, forzándome a comprar un nuevo par todas las semanas. Es mucho el poder que tiene quienes gobiernan un lavadero, y mucho lo que pueden leer en las huellas fehacientes de nuestra intimidad.
Eso es algo que no deja nunca de recordarle a su clientela, preguntando si eran vómito esas manchas del edredón, no vaya a estar encinta su señora; o si a uno le está yendo muy bien en el trabajo, a juzgar por las pilchas nuevas que mandó a lavar la semana pasada. Pero a la vez me gusta tentar a la suerte, y cuando dice muy seria que ni en pedo se pone esa vacuna rusa que trajeron los kirchneristas, yo le respondo que ni se le ocurra perdérsela porque viene con botellita de vodka incorporada; y cuando me dice arrugando el semblante que su barrio se llenó de extranjeros brutos que no quieren trabajar, yo le agradezco lo que me toca y después ignoro con una risita su explicación de que “ustedes son diferentes”. Todo con tal de seguir volando bajo, por fuera del radar. Y ella, entre risotadas, me lo permite.
El gran inconveniente que este lavadero comparte con la mayoría de sus congéneres es que somete la ropa a un implacable ejercicio de selección natural. Sus lavadoras industriales se rigen por una noción militar de eficacia, que justifica el daño a las víctimas colaterales: normalmente las prendas más económicas que tenemos, o peor aún, aquellas que llevan rato con nosotros, y que son lo último que nos queda de un país y un tiempo vivido que ahora se encuentra a kilómetros de distancia. Lavada a lavada, el pasado se destiñe y se descose. Y otro tanto le ocurre a la valiosa ropa de invierno, escasa en el guardarropa de quien usaba en su país las mismas camisas y jeans durante el año completo. En ese caso se impone la necesidad de una tintorería, la hermana artesanal del lavadero plebeyo. Jorge Luis Borges, digamos, frente a Roberto Arlt.
He allí que el último punto del recorrido sea la única tintorería que frecuento, esto es, cuando ya el frío es inminente y se impone un cambio en la ropa de diario. Es un local pequeño en la esquina contraria al lavadero, atendido por su propio y anciano fundador, a quien cuarenta y cinco años de presencia en el barrio le han ganado espacio en crónicas y publicaciones locales. Tanto así, que cuelga en la pared del negocio los recortes del diario en que se lo menciona y además los entrega fotocopiados a sus nuevos clientes. Su único acompañante es un viejo y enorme pastor alemán, que a ratos emerge de una siesta milenaria, como un submarino alzando su vetusto periscopio. El resto del espacio lo ocupan abrigos, sacos, pieles de todo tipo, suspendidos a un metro del suelo como fantasmas de las navidades pasadas en otro lugar.
A pesar de los años, el tintorero tiene buen oído. Sabe dar de inmediato con mi procedencia, repitiendo la palabra “Venezuela” como quien saborea una golosina de antaño. Y entonces me cuenta de sus numerosas visitas de juventud a Caracas, adonde escaparon de la pobreza y la dictadura unos cuantos de sus familiares y amigos. Lo cuenta y menciona inmediatamente al puerto de La Guaira, y dos o tres sitios caraqueños de los que retiene aún el nombre, como queriendo darme fe de lo vivido. Después compartimos durante un instante la alegría del referente común, antes de que un murmullo suyo la interrumpe: “y ahora son ustedes los que se vienen para acá”, suspira sin consagrar la ironía con una sonrisa. Yo le respondo que así es la vida, o algún otro lugar común parecido, y aguardo con cómplice resignación que me entregue mi chaqueta, es decir, mi campera. Lo hace después de elogiar su hechura y mi decisión de comprarla; le agradezco el comentario, por alguna razón. El pago después es en efectivo: el anciano dice no manejar los aparatos que permiten pagar con el plástico, y mucho menos el modo de pago a distancia con el celular que demandan los tiempos. “¿Y te pensás quedar acá?”, dice al final y yo le respondo con un asentimiento de la cabeza: “Las cosas allá están muy difíciles”. “Y, acá la cosa también se ha puesto jodida”. “Sí”, le respondo al instante, “pero no como allá”. Entonces es él quien asiente, mientras guarda los billetes, y me ofrece un recorte de prensa del montoncito que tiene sobre el mostrador. A pesar de que tengo unos cuántos en casa, se lo acepto. Lo interpreto como una señal de bienvenida.

Gabriel Payares (Londres, 1982). Escritor venezolano. Licenciado en Letras, Magíster en Literatura Latinoamericana y Magíster en Escritura Creativa por la Untref (Buenos Aires), ha publicado los libros de relatos Cuando bajaron las aguas (2008), Hotel (2012) y Lo irreparable (2016; 2017). Ha recibido distintos galardones nacionales e internacionales como cuentista y fue seleccionado para la cohorte de 2020 por el International Writer’s Workshop de la Hong Kong Baptist University. Vive en Buenos Aires desde 2014.
Revista Muu+ Mayo 2021