Pablo Katchadjian

          Amado Señor:

          Me pediste que te diera explicaciones sobre lo que estaba haciendo, pero tengo que decirte que en verdad no sé qué es lo que estoy haciendo. ¿Vos ya lo sabés? Seguramente sí, pero entonces ¿para qué necesitás mis explicaciones? ¿Será que entendiste que lo que yo necesitaba ahora era ponerme a explicar lo que no sé cómo explicar? Si es así, tengo que decirte que en verdad sí sé qué es lo que estoy haciendo: es tan evidente que pensar en explicarlo me hace sentir un tonto. Como esto sin dudas también lo sabés, entonces me pregunto si lo que querés será eso, que me sienta un tonto. Quizá para no sentirme un tonto en lugar de explicarme te pregunto cosas y simulo no saber, y así a medida que pregunto me confundo. ¿Será eso, finalmente, lo que querés? Tan difícil todo, y a la vez tan fácil: tan fácil en apariencia y tan difícil en apariencia. Detrás de la apariencia debe haber otra cosa que no puedo ver. ¿O no hay nada? ¿Es eso lo que me pedís? ¿Que vea que no hay nada detrás de la apariencia? ¿Y qué tengo que ver entonces? Pero no quiero hacerte más preguntas, está mal responder con preguntas. Te cuento en cambio que terminé de leer un libro sobre personas enfebrecidas por algo oscuro que de esa manera llegan a una iluminación oscura. El libro me dejó como un ánimo turbio. Pero no quiero hablarte de libros ni de mi ánimo. Ahora escucho música gitana. Me atraen los gitanos de una manera insensata, quizá porque sé que algunos de ellos son mis antepasados. Saber esto no hace que me identifique con los gitanos, porque no sé qué soy ni quién soy. Y este desconocimiento no me hace sentir especial, pero tampoco quiero descartarlo con lo primero que tengo a mano.

*

          Amado Señor:

          Ayer me reuní en un bar con tres personas expertas en el arte de moverse que me dijeron que habían notado algo en mi forma de moverme: habían notado que manejo la tensión corporal para lograr un equilibrio. “Como todo el mundo”, dije. “Claro”, me dijeron, “pero vos manejás esa tensión tan bien que perdés la posibilidad del desequilibrio”. Yo no lo sabía, y apenas lo dijeron me di cuenta de que era verdad. Más tarde entendí que sólo dejo de buscar el equilibrio cuando te hablo a vos. El equilibrio es para sostenerme. Las personas me preguntaron también si alguien me sostenía a mí o si yo sostenía a los demás. “No sé, supongo que las dos cosas”, dije, y después pensé que si alguien me sostuviera yo no tendría que estar buscando el equilibrio todo el tiempo. Sólo vos me sostenés, y me pedís el desequilibrio. Decís: “Yo te sostengo para que puedas desequilibrarte sin caerte”. ¿O no decís eso? Nunca te escuché decirlo, es lo que creo que decís. Ahora que lo pienso, no creo que digas eso. Vos decís: “Yo te sostengo para que busques el desequilibrio y puedas caerte”. Pero si me sostenés, ¿cómo voy a caerme? Y si de todos modos caigo, ¿cómo me sostenés?

*

          Amado Señor:

          Vos me hacés preguntas y yo te respondo, pero tengo que confesarte que no creo que existas. Y si vos, que me sostenés, no existís, eso significa que yo podría caerme cuando te hablo a vos. Y si yo sólo dejo de buscar el equilibrio cuando te hablo a vos y vos no existís, tengo que entender que cuando te hablo a vos es cuando yo me caigo. Pero caigo de tal manera que siento que me sostenés. Porque es una caída profunda, sin fondo, y caer así es como ser sostenido por el aire. Y cuando dejo de caer parece que estoy en el mismo lugar de antes, porque no golpeo contra nada, pero sin embargo estoy en otro lugar. Busco la tensión para explotar hacia otro lugar; si no exploto hacia otro lugar la tensión me produce agotamiento e inmovilidad. Por eso cuando te hablo a vos me permito tensar más de un lado que del otro para crear el desequilibrio, o tensar todo en exceso para explotar, y de una u otra forma aparecer en otro lado, en una nueva tensión. Cada nueva tensión me genera ansiedad, porque me lleva tiempo entenderla. Cuando la entiendo, me equilibro y puedo hablarte de nuevo y desequilibrarme de nuevo y caer y pasar a otro lado que no entiendo. Por eso ahora no quiero tratar de decir nada interesante ni profundo, no quiero entretenerte, no quiero poner información sobre cosas, no quiero encantarte con narraciones: sólo quiero hablarte y que me escuches como si fuera música, una música pobre y radiante. Si hay riqueza, que sea un accidente provocado por vos.

 

Del libro Amado Señor, publicado por Blatt & Ríos, 2020.

Pablo Katchadjian. Nació en Buenos Aires en 1977. Publicó dp canta el alma (Vox, Bahía Blanca, 2004), el cam del alch (IAP, Bs. As., 2005), los albañiles —en colaboración con Marcelo Galindo y Santiago Pintabona— (IAP, 2005), El Martín Fierro ordenado alfabéticamente (IAP, 2007), El Aleph engordado (IAP, 2009), Qué hacer (Bajo la luna, Bs. As., 2010), Gracias (Blatt & Ríos, Bs. As., 2011), Mucho trabajo (Spiral Jetty, Bs. As., 2011), La cadena del desánimo (Blatt & Ríos, 2012) y La libertad total (Bajo la luna, 2013). Algunos poemas suyos forman parte de la antología 53/70, Poesía argentina del siglo XX (ES, EMR y CCPE/AECID, Rosario, 2015).

Revista Muu+ Marzo 2021

¿Qué te pareció? Tu opinión es importante.

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s

A %d blogueros les gusta esto: