El fin del mundo (crónica libre)
¿Adónde haré volar el pensamiento
mientras limpio los vidrios
o arrastro con ojos de trasnoche
el carrito de limpieza,
mientras, como el viento la gente
viene y va todo el día?
Empleado de Aeroparque
¿Por qué debería decirte algo que sea verdad?
Margaret Atwood
Hablar del fin del mundo en el avión: qué osadía. Y hay tantos pasajeros dormidos, roncando a boca abierta y torcida, como si viajar al fin del mundo generara somnolencia, o un profundo aburrimiento sin escalas.
“Tengo ganas de acostarme y de dormir hasta el fin del mundo. Y en efecto me adormezco” (Albert Camus).
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El fin del mundo no tiene fecha ni duración precisa. Es un lugar que puede visitarse todo el año. Se llega, si el tiempo es favorable y despejado, en 3 horas y 38 minutos desde Buenos Aires.
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Todo el que viene al fin del mundo, olvida la noche anterior cuando se preparaba para venir al fin del mundo, como si todo lo anterior al fin del mundo jamás hubiera sucedido.
¿El fin del mundo es el fin de qué mundo?
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Los tramos de sueño, al llegar al fin del mundo, no exceden la hora. Y eso al parecer es suficiente. Y al abrir los ojos te das cuenta de que el paisaje ha cambiado, como si hubiera cambiado la ventana, o te hubieras desplazado mientras dormías. Ahora todo está cubierto de blanco, todo refleja como un espejo de sal. Todo está quieto. El fin del mundo es portentosamente silencioso, como la espectralidad de sus picos humeantes: el mejor lugar para oír con claridad a tus demonios.
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Los pobladores limpian sus barcos bajo la densa nevada o el sol oblicuo que alarga sus sombras. Son largas las sombras en el fin del mundo, pero son sombras pasajeras, esporádicas como los pingüinos. Los pobladores del fin del mundo sonríen cuando les preguntas por qué eligieron vivir aquí. Sonríen sin sombra, y luego dicen el color de las montañas. Es la sonrisa del hielo, pero con pies en el mar.
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Fin del mundo: donde puedes recostarte en la nieve pero con pies en el mar.

Las montañas nevadas, el bosque y el mar son un solo paisaje, casi vertical, una avalancha de paisajes mezclados y en suspenso, como una resistencia a ir más allá de su propio fin. En el fin del mundo la ciudad es como un gran campamento. Los pequeños y grandes edificios –de estos últimos hay pocos– se aíslan entre los turbales, sobre terrenos inclinados sin linderos, donde la arquitectura es cálida y abstracta, como la casa que dibujábamos de niños.
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En el fin del mundo comienza la Cordillera de los Andes.
En el fin del mundo comenzaría mi infancia
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En el fin del mundo no hay plazas ni bustos conmemorativos. El último artefacto militar está oxidándose en la orilla, a punto de volcar y de hundirse para siempre. El ícono supremo del fin del mundo es la naturaleza, que ha ganado finalmente la partida, así como la ambigüedad sin conflictos entre lo público y privado: los pobladores del fin del mundo se apropian del espacio residual, el patio escarchado de una casa o el nevado cementerio, porque en el fin del mundo se entierran a los muertos y también se dice que los zorros colorados, a los que les está prohibido hablar o alimentar, cuando alguno se aparece en tu camino, es porque alguien en el más allá piensa en ti.
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En el fin del mundo,
en el eco de los pájaros
hablan los ausentes.
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Sin embargo, en el fin del mundo se reitera Soda Stereo (Nada personal, Signos, Doble vida). Cajeras de supermercados, mozos repartiendo chocolate caliente, taxistas y lúgubres guarda parques recitan a Cerati y compañía, haciendo del silencioso fin del mundo un musical de los ochenta. Como la plaga de castores que amenaza los bosques del fin del mundo (traídos de Canadá para la industria peletera), Soda Stereo no tiene depredadores naturales. Ni los lobos ni los osos del reguetón han llegado a los oídos ni a las caderas del fin del mundo. Todo parece indicar que «siempre seremos prófugos» seguirá sonando a viva voz durante un buen tiempo, en la ciudad donde no hubo –según registros de su cárcel desaparecida– un solo caso de fuga exitosa.
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El fin del mundo está a 10.373, 1 kilómetros de la casa donde está mi madre, que ahora mismo ve a la devastada Maracaibo en la ventana. Y fuma, quizás pensando que el mundo, después de todo, sí podría acabarse.

En el fin del mundo la cárcel ya no existe. Sus celdas son ahora habitáculos de museo, donde aún se conservan inscripciones en los muros, talladas con algún instrumento punzante:
También el dolor tiene su belleza austera, su ruda bondad. El arte más bello florece en los dolores inconsolables. Las acciones fueron meditadas y cumplidas desafiando al dolor y la muerte. Del dolor, sólo del dolor nacen las profundas cosas y surgen los grandes caracteres como las flores de la espina. En la alegría el hombre es descuidado, imprevisor, infecundo; las bellas cualidades del alma y de la mente, o no existen o no se manifiestan en los hombres felices: una desventura las hace centellear como el acero al ser golpeado por el pedernal.
Anónimo
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Infinidad de postales, imanes para la heladera, alfajores y una amplia bibliografía temática y, para el bebé, enteritos de franjas azules y amarillas, las mismas del uniforme de los presos, entre otros artículos, puedes hallar en las celdas-souvenirs.
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Pero la cárcel no se limita a los pabellones de castigo, construidos hace un siglo por los mismos presidiarios, sino que extiende su recuerdo a las ventanas de las tabernas, donde ahora los presos asoman sus cuerpos ya libres del alcantarillado de las celdas, en ademán de dar el salto a la libertad figurativa.
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De tan postergada, la libertad acaba siendo figurativa, un muñeco de una sola expresión. Pero los presos del fin del mundo también son actores contratados, que saben como nadie parodiar una golpiza, un instante de verdugueo que incluye foto y agradecimiento, sin costilla fracturada ni comida en el suelo, sin sangre salpicada pero sí muchas sonrisas.
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El fin del mundo es el parque de atracciones de un pasado penoso y, por ende, sumamente rentable.

Actualmente, hay gente acampando en los glaciares, improvisando formas ingeniosas de higiene, nomadismo y alimentación, como si seriamente se entrenaran para un hipotético fin de mundo, donde el calentamiento deje algunos oasis nevados. En eso confían los llegados al fin del mundo: hombres y mujeres que han decidido dejar atrás los partidos, el nombre y apellido del nuevo mandatario, la neurosis del banco central y del subte.
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Al final, ¿cabremos todos en el fin del mundo?
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Lamentablemente, el fin del mundo es confundido con una pista de esquí.
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El cielo del fin del mundo es un cielo de laboratorio, en que se ponen a prueba toda clase de experimentos atmosféricos, seguramente para comprobar el desempeño de los cielos disponibles (mediterráneo, ecuatorial, entre tantos otros) para cuando haya que emularlos en su máximo esplendor, llegado el momento, no falle ninguno. Un cielo de África es posible contemplar en el fin del mundo, aunque con un sol atenuado –como la lluvia–, que apenas levanta, haciendo del día una larga mañana. Quizás, el fin del mundo sea siempre una larga mañana, y la noche el descanso del laboratorio atmosférico.
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En el fin del mundo llueve torpemente. Las gotas son piedras arrojadas con pereza, tan espaciadas entre sí que es posible ver llover bajo la lluvia, apenas salpicándote los hombros. La lluvia cae con esmerada lentitud, como viniendo de nubes cansadas, de milenios de oficio monótono. En el fin del mundo llueve con indicio de huelga, de renuncia o de virtual sequía, pero luego es la nieve la que insiste. Tan lenta es la lluvia, que uno puede contemplar su recorrido, como en una gotera que emblanquece, se aligera y navega como pluma en el aire.
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“El tiempo, inestable aquí, da al paisaje y a la vida contrastes violentos. Yo he visto el más bello día interrumpirse varias veces en bruscas mutaciones teatrales. Sopla el viento sur, núblase el cielo, arrecia el chubasco, llueve la escarchilla, cae la nieve. Luego parece aquietarse el aire; pero llega de pronto un soplo del norte barriendo las nubes; el sol reaparece; deshiélanse las cumbres en hilos de agua clara; píntase el arco iris sobre los canales. Después, sigue soplando el viento” (Ricardo Rojas).

En el fin del mundo escasean las iglesias. Se desconoce el objeto de culto. Si lo hay, puede que sea personal y secreto.
En la garganta de los perros se aloja una catedral.
Cada tanto los aullidos reanudan el misterio.
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Aullidos débiles, ahogados, que surgen como señales de un camino, como guiando de rumor en rumor, bajo la densa nevada nocturna, que borra los colores del semáforo, el alumbrado y las luces de los polirubros. El fin del mundo es un lugar policlimático, demográficamente poliprovincial y politurístico, donde los perros aúllan como sus antepasados, andan sueltos y no se sabe qué comen, cuándo comen o quién les da de comer. Son mansos y, a diferencia de los gatos, se les ofrece resguardo en el mal tiempo. Los perros van y vienen por la ciudad vertical del fin del mundo. Beben agua del deshielo. Duermen juntos en las entradas de los hoteles. Son veloces en las calles como sabiendo su estrategia, esquivando las sobras que ofrecen los humanos. Y entonces aparece el aullido, y se les ve trepar en manada a los glaciares, o al profundo este u oeste, porque el fin del mundo es vertical pero más ancho que alto, como un albatros de alas extendidas.
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En el fin del mundo persiste el pastoreo turístico. Abundan los jubilados bien pagos y tecnologizados, y los guías que estos contratan, aun en el intuitivo fin del mundo, se siguen comportando como maestros de primaria. Hay un morbo planetario por conocer el fin del mundo, pero bajo estrictas precauciones y paseos guionados. Turcos dependientes del Google Maps, amigas y amantes holandesas, matrimonios brasileños y del sur de Chile, japoneses y toneladas de chinos se agolpan como hinchas de fútbol en las cubiertas de los catamaranes, varados ante una multitud de lobos marinos que, hasta en el último recodo de la nada –exclaman rugiendo, revolcándose de fastidio en las rocas–, nos roban la siesta.
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Proyecto de novela
Pongamos que se llama Rebeca. Y entonces Rebeca decide viajar al fin del mundo, y le dice al marido que no es que ella no lo ame, sino que simplemente lo necesitaba, necesitaba viajar sola al fin del mundo, necesitaba irse por un tiempo así, a secas, sin dar demasiadas explicaciones. Pero el marido no entiende cómo las frases que él profiere a ella no la convencen, no la hacen cambiar de parecer y se queda pegado al auricular, mientras Rebeca deambula bajo días nevados, sola y reflexiva y feliz, por momentos sumamente feliz. Y una noche, mientras bebe una taza gratis de chocolate caliente, conoce a Jesús, y Jesús le propone cenar y en el camino al restaurante él sólo habla de las bondades de la centolla, de las formas de prepararla y de las decenas de marcas en lata, dos de las cuales él sugiere a Rebeca, casi imperativamente, comprar y llevar a Buenos Aires. Pero Rebeca, al ver el molusco exhibido moverse en la pecera tras la vitrina, siente una mezcla de náusea y compasión, además de preguntarse si volvería a Buenos Aires, y de por qué los hombres les hablan a las mujeres como si fueran vendedores de centolla. De modo que Rebeca se marcha, y Jesús se queda pegado a la centolla, quizás ya habiendo intuido lo que pasaría, o quizás no. Luego Rebeca se muda del hotel en el que estaba a un departamento, en el que quizás le suceden cosas o no le sucede nada, pero en que vive por un tiempo indefinido, hablando cada vez menos con el marido por teléfono.

El fin del mundo incita a coger con las persianas elevadas, viéndote en el reflejo de las ventanas vecinas –igualmente expuestas pero cerradas como la tuya–, donde coinciden el derrumbe de los techos nevados, el intenso claroscuro del cielo, el riesgo de quedarte atrapado en la antípoda, y de ser olvidado para siempre, y a la vez liberado para siempre. Y esa hipótesis de aislamiento te calienta. La buena calefacción ayuda.
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El fin del mundo es vertical y es una isla. Desde cualquiera de sus calles puedes ver el aeropuerto (sus picos de témpano azul), bordeando la bahía lejana, como un espejismo por el cual desertar. En ese sentido, el fin del mundo es flexible: permite que traigas el peso de tu cuerpo, la suciedad de tu cara, lo que ha quedado de ti. Permite tus huellas en sus dóciles facciones, tus pasos vacilantes de nacido, tus miles de selfies y desechos, y luego nada impide que huyas, eres libre de huir o regresar.
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La inscripción en el muro y el texto de Ricardo Rojas fueron tomados de Celdas, Textos de presos y confinados en Ushuaia (1896-1947), de Alicia Lazzaroni, Editora Cultural Tierra del Fuego, 2018.
Fotografías: Ricardo Montiel y Daniela Furer.
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Ricardo Montiel (Maracaibo, Venezuela, 1982) ha publicado los libros de poesía Ciudad blanca sobre fondo blanco (Ediciones del Movimiento, 2015) y Agonía de los días terrestres (Caleta Olivia – Rangún, 2018; El Taller Blanco Ediciones, 2020). Textos suyos han aparecido en medios digitales e impresos de Argentina, Costa Rica, Estados Unidos, España, México, Colombia y Venezuela. Coeditó la revista digital Merece una reseña, y vive en Buenos Aires desde 2007. Blog personal: leitnomodracir.blogspot.com
Revista Muu+
Febrero 2020