Pablo Martínez Burkett

Noche de guardia

Una abjuración no me bastó; descubrí que muchas veces yo había entrevisto la espantosa verdad.
ADOLFO BIOY CASARES – En memoria de Paulina

Sé que habrá escuchado anécdotas sobre las guardias nocturnas. Hechos de violencia, accidentes automovilísticos, domésticos y también sexuales. No digo que no sucedan, pero la gran mayoría de los casos son para consultorio externo: una receta de ansiolíticos, un dolor inasible, un catarro de domingo y cosas así. No tendrían que pasar más allá del triage salvo las ofrendas que nos depositan las ambulancias. Ese es mi ámbito: soy especialista en emergencias. Soy el jefe del Servicio de Guardia del Hospital Cullen de Santa Fe. Me gusta trabajar bajo presión, con las pulsaciones al tope, tomando decisiones apremiantes: contener una hemorragia fatal, suturar una herida o inmovilizar una fractura expuesta cuando no, resucitar un infartado.

Sé que habrá escuchado anécdotas sobre las guardias nocturnas pero ninguna como esta. La noche del famoso apagón hizo falta más que ingenio para resolver los ingresos. Más que médicos parecíamos curanderos de la Edad Media. Fui al primero que llamaron cuando dos parejitas entraron corriendo por la Guardia a los gritos. Traían un niño atropellado. Las chicas lloraban y a los muchachos no les faltaba mucho. Murmuraban que había sido un accidente, sin querer, que se les apareció de golpe, camino a Paraná, por la Ruta Nacional 168, en el medio de la Isla Berduc. Que vieron un centelleo, como relámpagos azules y que el chico salió de la nada, de golpe, corriendo, como un enloquecido, que alcanzaron a frenar, pero que se cayó desvanecido, frente a los faros del coche. Hicieron todo mal, empezando por mover al herido que al menos, no parecía tener una lesión cervical pero dijeron que cuando quisieron llamar a Emergencias ninguno tenía señal. Para revisarlo nos iluminábamos con los celulares. Inferí que el chiquito padecía algún tipo de hidrocefalia. O algún hipertiroidismo por la protusión del globo ocular. Para decirlo más simple: tenía los ojos saltones y la cabeza como un zapallo. Quise hacerle una revisación corporal completa y quitarle el traje de lycra fue prácticamente imposible. Quizás se tratara de algún disfraz de superhéroe. Nunca fui muy apegado a las historietas así que no supe distinguir cuál personaje era. Pobre angelito, respiraba mal aunque no parecía tener lesiones en el tronco. Los signos vitales eran estables pero en el ritmo cardíaco había algo anómalo que no lograba precisar. Rogué que la evaluación neurológica no revelara nada grave. Mientras lo palpaba a tientas, no sé por qué, empecé a sentir ansiedad. Digo ansiedad pero la primer palabra que me vino a la mente fue miedo, mucho miedo. Como los animales que presienten los terremotos. Había algo que no estaba bien. Una especie de motor empezó a roncar muy fuerte. Pensé que sería el generador auxiliar pero enseguida recordé que aquí no hay sistema de back-up. ¿Qué era ese ruido infernal? Todo se tiñó de una luz azul que te hería la vista. En la oscuridad del pasillo vi que avanzaban con determinación tres siluetas cuyo contorno era semejante al de mi paciente. Alcancé a percibir un par de destellos. Después la boca se me llenó de sangre y después un vértigo y después nada. Cuando desperté en la Terapia Intensiva tenía quemaduras de segundo grado en el pecho. De mi paciente y los intrusos violentos, ni noticias. Los muchachos y chicas que trajeron al accidentado se fueron sin dejar rastro. Nadie me cree. Dicen que me electrocuté al patear un cable en la oscuridad. ¿De qué cable me hablan? ¡Si no había luz!


© Pablo Martínez Burkett

Revista Muu+
Junio 2019

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