Casas perdidas
También mueren los lugares donde fuimos felices.
JULIO RAMÓN RIBEYRO, Prosas apátridas
1
Sabían que iba a llover porque la cancha se había llenado de aguaciles. Aparecían cada vez que se avecinaba una tormenta. Luciano pateó el último penal. Alejandro le gritó que iba a fallar. La pelota dio una comba, rozó el ángulo del arco, se estrelló en la red. ¡Gol!, gritaron las chicas desde las gradas. Yanina sintió celos del entusiasmo que ponía Marina. ¿Tenía que ser tan obvia en festejarlo justo a él?
Los chicos tomaron la pelota. Ambos equipos se saludaron y se separaron. Las nubes negras tomaban forma, se agrupaban. Los truenos rasgaban la quietud de la tarde. Hacía pocos días que había terminado el verano. Según un informe del Servicio Meteorológico, había sido el marzo más caluroso de los últimos cincuenta años. La lluvia, como vaticinaban, traería aire fresco y un alivio para conciliar el sueño por las noches.
Luciano y Alejandro se acercaron a Yanina y Marina, que los esperaban en la puerta de la cancha.
—Si se larga me tengo que ir. Mi vieja no quiere andar pagando un remís después —dijo Marina. Les convido caramelos Fizz de la tira que había comprado en el kiosco.
Empezaron a caminar por la vereda, hacia la casa de Luciano. Habían quedado en que, luego del partido, se reunirían para hacer el trabajo práctico de Ciencias Naturales; algo sobre células haploides y diploides.
—No sos la única —dijo Alejandro—. A mí me dijeron que me trajera paragüas pero me lo olvidé. Y mi viejo no va a querer venir a buscarme si me quedo. Me va a recagar a pedos. Si quieren, nos juntamos otro día.
—Pensé que aprovechábamos hoy. No va a haber nadie en casa. Podemos terminar el trabajo y boludeamos un rato. Seguro que no va a llover mucho.
—Dicen que se viene el mundo abajo, Lucho.
—¿Qué sabés vos, boludo?
—¿Ves los noticieros? —preguntó Marina.
—Le pifian siempre.
—Hagan como quieran —dijo Alejandro—. Yo, hoy, no puedo.
—Te sigo. ¿Y vos, Yani?
—A mí no me dijeron nada.
—Si querés, podemos adelantar una parte nosotros y les dejamos el resto a ustedes —dijo Luciano—. ¿Les va?
Alejandro y Marina asintieron. Los cuatro se saludaron rápido. Las primeras gotas empezaban a caer cuando Yanina y Luciano doblaron en la esquina.
La casa de Luciano quedaba a cuatro cuadras de la cancha. Cuando llegaron, la llovizna había tomado forma hasta transformarse en goterones gruesos que picaban cuando golpeaban en la espalda o en la cabeza. El viento fresco volaba las hojas de los árboles y levantaba ráfagas de tierra.
Luciano abrió la puerta. Yanina entró detrás de él. Lo esperó mientras le buscaba un toallón para que se secara. Ella tenía el pelo empapado. Luciano volvió y se lo alcanzó. Yanina se envolvió la cabeza. En un momento de distracción, Luciano aprovechó para espiarla de reojo. Se le notaba el corpiño turquesa abajo de la chomba del colegio. Yanina le preguntó dónde colgaba el toallón. Luciano le dijo que no se hiciera problema. Se lo entregó. Él desapareció por unos segundos. Nuevamente, ella quedó sola en la entrada.
El desorden era peor del que imaginaba. Los rincones, y los dos sillones del hall, estaban llenos de cajas a punto de rebalsar. Parecían haber dejado una mudanza por la mitad. Yanina recordó la vez que, con su familia, se habían mudado desde Villa del Parque hasta Avellaneda. Sus padres habían tardado varios meses en desembalar hasta la última de sus pertenencias.
Alcanzó a ver libros, trozos de maquetas, diarios, disquetes, reglas y escuadras que sobresalían de las cajas.
—Qué linda casa que tenés —dijo cuando Luciano volvió.
—Gracias. Vení. Pasá. No te vas a quedar toda la tarde ahí.
La lluvia era un murmullo que golpeaba contra las tejas del techo.
El comedor estaba en silencio. Parecía deshabitado, como si nadie hubiera estado en la sala durante un tiempo. En el suelo, una fina capa de polvo. Los almohadones de las sillas y de los sillones no tenían los huecos característicos que delataban el uso cotidiano, como tampoco se percibía el olor a comida que siempre flota en cualquier hogar por más ventilación que haya.
Luciano le ofreció gaseosa a Yanina. Ella eligió una Coca-Cola.
La computadora estaba en el estudio del padre de Luciano. Yanina lo siguió hasta la habitación. Era amplia. La alfombra tenía el dibujo de un castillo medieval. Enfrentado a la puerta, un ventanal por donde ingresaba la luz. Luciano dijo que su padre necesitaba buena iluminación porque era arquitecto. Yanina comprendió entonces el uso que le darían a los materiales sobre el escritorio y en las cajas apiladas del hall. A su alrededor había tableros y bocetos, hojas blancas superpuestas con planos dibujados a mano alzada, un portalámparas lustrado, planos enrollados y libros de diseño sobre los estantes amurados, dos tachos de basura llenos de bollos de papel. Sorprendida, Yanina se detuvo a mirar el cuadro de la pared detrás del escritorio: un hombre que flotaba y tocaba una puerta. Luciano, sin perderse un movimiento de ella, comentó que el artista era Le Corbusier, un suizo devenido en francés. Yanina dijo que no lo conocía. Luciano le pidió ayuda para cargar la computadora. Tomó el CPU y el monitor de encima del escritorio mientras Yanina llevaba el mouse en una mano y el teclado en otra.
Otra vez en el comedor, se sentaron en los sillones mientras la computadora se iniciaba. Yanina, que había preferido no beber en el estudio por miedo a volcar una gota, dio un trago largo a su gaseosa. Luciano buscó las consignas anotadas en la carpeta. Decidieron, al unísono, que ellos responderían las veinte preguntas con la información que encontraran en Internet y le dejarían el armado de las cuatro cartulinas a Alejandro y Marina.
Dos horas tardaron en recopilar los artículos y copiar las respuestas. La lluvia no amainó, incluso se intensificó. Podían verla por la puerta corrediza del comedor que daba al jardín. A través del vidrio se distinguían los canteros con flores de un amarillo pálido. Yanina no podía reconocerlas. Nunca había entendido mucho de plantas. Clavada en la tierra, una tijera de podar. Como había pasado con el cuadro del estudio, Luciano siguió su mirada.
—Son jazmines.
—Si no lo decías, no tenía ni idea.
—Yo sé mucho porque mi viejo no deja de repetir las cosas mil veces. A veces se pone insoportable.
—¿Y tu mamá qué dice?
—Para ella, cuanto más aprenda yo, mejor. Es profesora particular a domicilio. Por eso no está ahora. Y mi viejo hasta la noche no llega, se queda en la oficina.
Yanina pensó en su propia madre, encerrada todo el día en la casa, limpiando, haciendo los mandados. Y en su padre, empleado de la cerrajería. Jamás le habían estado encima para que ella aprendiera más de lo que necesitaba. Con lo que le mandaban en el colegio tenía de sobra.
Se puso de pie. Se acercó a la puerta corrediza. Luciano se colocó a su lado. Las gotas rebotaban en las baldosas del jardín.
—El año que viene, mi viejo quiere poner una parra. Una planta de uvas. Mi vieja no lo deja. Dice que en el verano, con estos calores, se va a llenar de bichos. Él le dijo que lo piense, les puede dar sombra. Si mi vieja se lo discute mucho, va a salir con lo de siempre: al final, la casa es suya, total la construyó él.
—¿Tu papá hizo la casa?
—Sí. Armó los planos y controló toda la construcción. No es la primera.
—Wow. Qué bueno debe ser vivir en un lugar que armaste vos mismo desde cero.
—Mi viejo está bastante obsesionado con eso. Le da un poco de cosa que todo sea nuevo. Dice que las casas nuevas son casas perdidas porque no tienen ningún recuerdo de alguien anterior.
—¿Eso qué tiene que ver?
—Decíselo a él. ¿Sabés lo que hizo una vez? Le compró los huesos de un esqueleto a un estudiante de la Facultad de Medicina. Después, los enterró en una de las casas que estaba supervisando. Nos contó que era para dejarle recuerdos al lugar.
—¿Como un fantasma?
—Qué sé yo. Empezó a hacerlo en todos los encargos que tenía.
—¿Acá también lo hizo?
—Sí. En la otra cuadra encontró una gata muerta. La habían atropellado. Un gatito le daba vueltas. Lo trajo para cuidarlo pero se nos murió a los dos días. Lo enterró ahí, en el cantero.
Los dos miraban la lluvia que se calmaba pero que todavía sacudía los jazmines.
—A veces, si miro fijo, lo veo saltando entre las flores.
Yanina echó una carcajada. Luciano la imitó. Cuando ella reía así, a él se le ponía la piel de gallina. En el colegio, sobre todo, no podía sacarle la vista de encima. No sabía cuándo había empezado a gustarle. Recorrió la distancia de dos pasos que los separaban y le encajó un beso. Al principio, temió que Yanina retrocediera y todo acabara en un malentendido. Estaba equivocado. Yanina abrió los labios. Su aliento era dulce, el azúcar de la Coca-Cola y los Fizz. Luciano rodeó su cintura. Yanina se abrazó a él. Se besaron durante un rato, hasta separarse. Recuperaron el aliento. Se miraron y sonrieron. Apenas tenían catorce años. Sin aclararlo, ambos sabían que lo mejor sería esperar un tiempo para hacer otras cosas.
Por fin, la lluvia desapareció. Se podía respirar un aire libre de humedad.
Yanina dijo que estaba apurada. Quería volver antes de que anocheciera para evitar los retos de su madre. Luciano la acompañó hasta la puerta. La saludó con un beso en la mejilla. Se quedó mirándola hasta que ella dobló en la esquina.
2
Yanina regresa a Avellaneda durante un fin de semana largo. Hace años que sus padres se divorciaron. Su madre vive en el mismo lugar de siempre. Continúa con su rutina, excepto que ya no tiene cerca a su marido ni a su hija, lo que significa menos ropa que lavar y menos comida que comprar. Aprovecha para hacer un curso de portugués. Mientras almuerzan, intenta mostrarle lo que aprendió a su hija pero Yanina se rehúsa porque dice no entender el idioma. La conversación se pasea entre preguntas triviales y asuntos medianamente importantes, siempre relacionados con los planes de ambas a futuro. Yanina está pensando en terminar la carrera de Química y viajar al exterior para conseguir un trabajo acorde a sus estudios. Me encontré a la mamá de Marina, dice su madre, me contó que el que se fue es Luciano, tu compañerito, ¿te acordás? Yanina nunca conoció bien a Luciano. Después de ese beso en una tarde tormentosa, se mudó de nuevo con su familia y jamás volvió a saber de él. Yanina descubrió que lo que le había contado sobre su padre enterrando huesos ajenos en casas recién construidas era una mentira: muchos años atrás, antes de que ellos nacieran, una autora alemana utilizó la misma historia como idea central en un cuento. La memoria de Yanina se remueve. Le pregunta a la madre qué es de la casa donde vivía Luciano. Pusieron un jardín de infantes, dice ella, pero los impuestos eran muy caros y lo cerraron en menos de cinco años; ahora es un baldío.
Al acabar el almuerzo, Yanina se decide y sale a dar una vuelta por el barrio. Camina hasta la cancha de fútbol, que sigue intacta. Como si tuviera el plano grabado en su cabeza, dobla en cada esquina sin equivocarse, sin siquiera controlar la altura de las calles. Tal cual mencionó su madre, la casa de Luciano, que según él había construido su padre, es una ruina. La puerta desapareció, igual que el techo. Solo quedan de pie las paredes. Yanina ingresa sin reparar en que alguien pueda estar viéndola. Las calles están vacías a la hora de la siesta.
El hall y el comedor siguen en el mismo lugar. La única diferencia considerable son los dibujos en las caras internas de las paredes; manos infantiles, animalitos, números y letras. En los rincones, telarañas y manchas de humedad. El estudio del padre de Luciano está irreconocible. Sin todos los objetos desperdigados es una sala más. El hueco del ventanal fue recubierto con cemento. Donde estaba el cuadro de Le Corbusier hay un sol sonriente. En todo el tiempo que transcurrió, Yanina no pensó en Luciano. Los recuerdos la atacan en oleadas. Atraviesa el comedor y se detiene frente a la puerta corrediza, una de las pocas cosas que no desaparecieron, quizá para que los chicos pudieran pasar fácilmente al patio. Descorre la hoja de vidrio. No avanza hacia el jardín, prefiere quedarse en el límite del comedor. Parada donde está, contempla el cantero sin flores. Caída de lado quedó una hamaca de plástico rojo. Yanina parpadea con fuerza. Se restriega los ojos con el dorso de la mano. El gatito parece imitarla en sus movimientos. Se lame una pata. La mira. Maúlla.

Lautaro Vincon (Buenos Aires, 1991) Escritor sin seudónimo, fotógrafo aficionado, músico improvisado. Se pasea entre la ciencia ficción, la fantasía, el thriller, el terror y la weird fiction. Le gustan el café, los videojuegos y los gatos. Asistió al taller de escritura de Leandro Ávalos Blacha. Actualmente colabora en la revista digital venezolana “4 Dromedarios”. Facebook: /vinconlautaro
Revista Muu+
Junio 2019