Engentamiento en Tokio
Un día agotador. Habíamos hecho uno de mis recorridos turbo. Primero, al parque Ueno (que sí, que está re bueno), a uno de sus museos, al lago de lotos Shinobazu, al camino de cerezos, al santuario Tōshōgū, a los templos Bentendō y Kiyomizu-Kan’on, a la estatua de Saigō Takamori y de su perro, líderes militares que acaudillaron la Rebelión Satsuma de 1877, último levantamiento samurái ante el nuevo gobierno Meiji. Después fuimos a Okachi-machi, al que yo apodo «el Once de Tokio»; calles y pasadizos repletos de puestos de tempura y kebab, y que nos harían correr de espanto de tratarse de un país exento de la seguridad japonesa. En tercer lugar, fuimos al barrio de Akihabara, famoso por ser (‘por haber sido’, pero esto los turistas lo ignoran) el epicentro de la cultura del manga y del anime, aunque hoy esté más bien plagado por aquellos comercios que esa cultura pedía a gritos: negocios de electrónicos, sex-shops y cafés de chicas disfrazadas de mucama. Un día agotador, sí. Pero también, uno representativo de Tokio, esta ciudad de la cual se dice, en todos los rankings, que es «la mejor del mundo»; una ciudad apabullante, donde todo puede pasar, donde puede ser verdad un titular que asegure “abren restaurante de comida humana”, pero nunca, JAMÁS, uno que diga “dos muertos tras tiroteo en Kabuki-cho”. Una ciudad en donde las intrascendencias de lo particular se desvanecen en el aire.
“¡Gracias por todo!”, dijo ella.
“Sos un capo”, agregó él.
Sonreí.
“Me alegra haberlos ayudado a sobrevivir entre esta gente”, les dije sin alterar la sonrisa.
Me pagaron y agradecí. Encaramos hacia la estación. Era un rato previo a la hora-pico, pero ya había largas filas en los andenes. Aproveché los tres minutos que tarda en llegar la línea Yamanote para explicarles lo que debían hacer al día siguiente cuando tomaran el tren bala a Kioto, donde iba a estar esperándolos mi socio, con quien empecé un servicio de caminatas guiadas hace unos años.
“¿Les quedó alguna duda?”.
Dijeron que no. Me dieron un abrazo. Que me van a recomendar con sus amigos viajeros, añadieron también. Los observé mientras subían al tren, siguiendo paso a paso la etiqueta ferroviaria que les había enseñado porque ‘así se acostumbra en este país’. Las puertas se cerraron. Un saludo final a través de los cristales.
Miré la pantalla que anunciaba la llegada del siguiente tren, en exactamente otros tres minutos. Dejé la plataforma y encaré hacia el sector de subtes. La gente se multiplicaba a cada paso: hordas de trabajadores y de turistas que salían de un pasillo para desembocar en otro, que esquivaban a quienes se quedaban parados y mirando carteles, que cumplían el inconsciente rol de llenar día a día un inframundo de ductos y túneles. Los mexicanos tienen una palabra para describir el hartazgo ante la multitud: engentarse. En rioplatense diríamos “qué patada en los huevos” o alguna frase similar, de poca economía lingüística. Pero los mexicanos dicen “me engenté” y ya se entiende. Los japoneses, por su parte, rara vez dicen algo ante este tipo de situaciones. Capaz están acostumbrados. Capaz (esto me convence más, luego de haber conocido la sutil arrogancia de muchos de ellos) no quieren admitir que otra lengua puede ser más precisa que la suya.
Terminé de bajar la escalera mecánica, buqué el andén 8 y me puse a hacer fila. Esperé tres minutos hasta la llegada de la siguiente formación, momento en el cual la voz de una mujer nos pidió que nos mantuviéramos detrás de una línea amarilla. Cuando las puertas se abrieron, sentí una fuerza que me empujaba dentro, que me hacía pedir disculpas, que me acomodaba contra la puerta opuesta. Después escuché una sirena que indicaba que el vagón estaba en perfecta disposición de lata-de-sardinas. A mi lado, una chica jugando a un videojuego del estilo Candy Crush. A su derecha, un hombre leyendo una historieta erótica en su tablet. Allá lejos, dos nenes con típicos uniformes escolares (porque siempre, a toda hora, en cualquier lugar, ostentando una omnipresencia propia de esas novelas que ya nadie lee, hay en Japón nenes de uniforme). Gente prototípica y estereotipada; también, disímil, heterogénea y polifacética. Porque, ¿quién no es, en estas ciudades monstruosas, a la vez un estereotipo y una variante imposible de catalogar?
Sólo una cosa de este subte llamaría la atención de quienes peregrinaron en otras grandes urbes capitalistas: la quietud y el silencio. Es dato sabido y enciclopédico que éste último caracteriza aquello que muchos se obstinan aún en llamar «cultura japonesa». Expertos y fanáticos usaron todo tipo de marcos teóricos para explicar los significados e implicancias del silencio japonés. Pero cuando la chica del videojuego se asegura que el volumen del celular esté en mínimo, cuando el hombre de la historieta pide disculpas por toser, cuando los nenes de uniforme evitan reírse a toda costa, sólo puedo pensar en el silencio en tanto deber cívico, confuciano, ciceroniano. En su status de adicción o de imposición (¿existe diferencia entre estas cosas?) que sienten los japoneses por una ley y un orden. Su deseo por una regulación indispensable. Por evitar que sus vidas personales se entrometan en la vida pública. Acá, en este introvertido subte y a la hora-pico, el silencio nos recuerda que en Japón lo personal nunca es político.

“Hibiya desu! Ashimoto ni gochuikudasai”, dice una vocecita cuando el subte se detiene en una estación. Un tipo se levanta rápido de su asiento, empuja a la gente que está frente suyo, da unas brazadas como si estuviese ahogándose en el medio del mar y alcanza a salir por la puerta cuando ésta se cierra. Los demás le devuelven una mirada feroz, llena de ruido y furia. Yo también me lo quedo mirando, aunque sólo un instante; de inmediato giro mi cabeza hacia el asiento vacío. También el resto de las personas está mirándolo; se vuelven un instante, me miran, luego regresan hacia tan codiciado premio. Es uno de esos momentos en la vida en que las oportunidades pasan frente a nuestras narices, tentándonos a hacer lo que sea con tal de aprovecharlas. Me abalanzo, empujo, me siento. Me quedo unos segundos así, petrificado, sin querer verificar en qué parte de mi cuerpo están ahora enfocadas las miradas del resto. Siguiendo esa otra etiqueta japonesa según la cual ‘nunca debe alardearse una victoria’, bajo la cabeza. Saco mi celular. Me pongo a escribir.
A mi lado hay un tipo durmiendo. Alcanzo a ver de reojo su cabeza reclinada y el barbijo que imagino esconde una boca grotescamente abierta. Con cada inhalación su cuerpo se expande hacia mi lado; después se desinfla al exhalar. Inspira y exhala, inspira y exhala, como si estuviera repitiendo un ejercicio de meditación zen. Al hacer esto, sin embargo, sus manos se mantienen agarradas con fuerza a un maletín y un celular en su regazo. Sus dedos y sus uñas están, cada uno, aferradas a esas pertenencias. De seguro está pensando que desde que esta ciudad se transformó en la meca del cosmopolitismo millennial, ya no existe seguridad posible; que los extranjeros llegan acá a robarle los puestos de trabajo, a ensuciarlo todo, a desmantelar una legendaria tradición de armonía. Que ni siquiera saben reciclar. Blancos, negros, half, todos iguales, todos gaijin, aves de rapiña ante un imperio carcomido por la perniciosa influencia occidental. Que éste fue un gran país, debe pensar también; que debe existir una manera de reacomodar esta tragedia.
El subte frena en la estación Roppongi y ocurre otro contorneo de los pasajeros-sardinas. Las rotaciones y los empujes hacia la puerta hacen que el celular del tipo durmiendo caiga al suelo. Sus manos no se percatan de esto, pero instintivamente sujetan con más fuerza el maletín. Necesitamos una nueva forma de restauración. Un nuevo orden. Eso debe de estar pensando. Eso, entre cosas peores; pensamientos que son el producto de décadas de nostalgia por un mundo perdido donde aún se castigaba a los desequilibrados. Y mientras, las miradas del resto que siguen pendientes de cuando les robé el asiento. ¿Cómo se puede vivir en una sociedad así? ¿Cuánto se puede aguantar? El sólo imaginar los sueños de esta gente, tan implacables como sádicos, me perturba hasta la médula. Que algunos creemos que la cultura está en la mente. Otros creemos que está en el corazón. Pero esta gente cree que está fuera del cuerpo, del individuo, que es pura proscripción, puro sistema.
En la estación Ebisu ocurre otro movimiento de pasajeros. Los pies de algunx patean el celular levemente hacia mi lado. Debería pasar algo ahora mismo, cualquier cosa que le dé una lección, pienso yo. Algo para que esta gente entienda que no puede salirse siempre con la suya. Demostrarles que, si existe una estructura, existe una fisura; que ‘hecha la ley, hecha la trampa’. Me preparo. Voy a hacerlo, me digo. Que sino alguien más va a ganarme de mano cuando se permita ponerle pausa al cuentito de la cortesía. El subte está a punto de retomar la marcha. Yo, de agacharme. Entonces, la señora que está sentada al otro lado del tipo durmiendo asoma la cabeza. Me mira fijo con sus ojos celestes, tan profundos y destructivos como el mar. Después mira al tipo, suelta un suspiro, extiende su mano hacia el suelo y hace una pausa antes de agarrar el celular. Lo levanta y lo pone sobre el maletín. Su dueño ni se mosquea. La señora regresa a su postura original. Estoy por decir cualquier cosa, pero no me sale ni mu. Me limito a bajar la cabeza. A escribir en mi celular. Todavía ahora siento la mirada de la mujer juzgándome, mientras escribo estas palabras.
***

Mat Chiappe es traductor e investigador. Vive en Tokio, donde realiza un doctorado sobre la relación entre la literatura latinoamericana y la japonesa. Publicó la novela El trueque (2011) y tradujo a Kohtaro Orie, a Oriza Hirata y a Sion Sono. Escribe regularmente para Andén Digital y Tokyo Poetry Journal.
Revista Muu+
Marzo 2019