Pablo Di Marco
Como siempre, durante la bajada en el ascensor me cubro el cuello con el pañuelo de seda. Don Gómez, inevitablemente en la puerta del edificio, alza la boina y aparta la manguera para dejarme pasar. Ya en la esquina de “La Biela”, el diariero me da El mundo y el espantoso caramelo de coco para que no le caigan mal las noticias, señora.
No aprecio esta confitería por sus ventanales con vista a un verde que ya casi no distingo, sino por su sempiterno mozo, al que no debo decirle una palabra para que me sirva el mismo pedido de cada tarde.
—Ahí andamos. ¿Vio, señora? Esperando que se largue un buen chaparrón que afloje un poco esta humedad. Porque lo que son los huesos con este tiempo…
Y esta amable sexagenaria tan distante como cortés, que cada tarde se sienta a la mesa acostumbrada, asentirá levantando las cejas encima de los lentes oscuros, y después tomará su té con una nube de leche.
En nada me hará falta este país, inabarcable hasta la grosería para sentirlo propio. Tampoco esta ciudad, cada día más semejante a una jovencita inmadura haciendo equilibrio sobre los tacos de su madre. La pérdida de mis rituales y la ausencia de estos ínfimos afectos a los que me aferro a falta de algo mejor, serán lo único que echaré de menos de este sitio.
—¿Soñando, ragazza? —Álvaro me besa en la frente, y se sienta tras dejar su bastón a un costado de la mesa. Ha aparecido de repente, una sorpresa de las que es afecto.
Se lo ve aún más elegante que de costumbre. Un sobrio pañuelo de seda le asoma desde el bolsillo del saco, en consonancia con la corbata de rombos azules. Advierte cómo le estudio las mejillas extrañamente enrojecidas.
—Ocurre que después de la afeitada —explica—, un jovencito nuevo me mantuvo más de la cuenta bajo la toalla caliente. —Pide un café y una copa de anís, y agrega con tono burlón—: De haber sabido que me someterían a una sesión de vapor, hubiese llevado el traje de baño…
Conozco al dedillo sus ocurrencias e ironías. Ya no logran sorprenderme, pero igual las disfruto. Él lo sabe, y se deleita con mi sonrisa. Uno de nuestros tantos modos de sostenernos.
Saco de la cartera la traducción.
—Terminada —digo.
Álvaro hojea el centenar de hojas mecanografiadas, revisa un párrafo cualquiera.
—Lo leeré al llegar a la editorial. Pero no comprendo cómo lo hacés.
—¿Cómo hago qué?
—Estar cada día más bella.
Me siento una estúpida. ¿Cómo es posible que sus halagos aún logren sonrojarme?
—No te rías de mí.
—Nada más lejos de este humilde servidor. Hablo en serio. Muy en serio. Más de una jovencita anhelaría tener tu piel—. Ni que hablar de tu porte. La Valli no te llega a los talones.
—¿Semejante actriz? —digo sonriendo—. Jamás pensé que algún día escucharía algo así… Mejor volvamos a la traducción.
—Te estás acariciando un aro.
—¿Y cuál es el problema?
—Que sólo lo hacés cuando estás nerviosa.
—Mejor volvamos a la traducción —repito más decidida—. Le hice infinidad de marcas al original. No sabía que mi último trabajo también consistiría en corregir errores ortográficos.
—Ragazza, ragazza… —dice con aire sufrido, un padre reprendiendo a su bambina—. No podés trabajar por siempre con Boccaccio y Petrarca. No se encuentra un clásico bajo cada baldosa, a no ser que pretendas traducir por vigésima vez a Manzoni.
—Sería un gusto. Manzoni me haría reconsiderar mi retiro.
—Siempre exigente, mi Irene. Siempre exigente. Así serás hasta el último aliento. La autora —le da a las páginas unos golpecitos con las yemas de los dedos— es una muchachita que vende de a cientos de miles. Hay todo un mundo allá afuera buscando convencerme de su supuesto talento. No faltan quienes dicen que lo que escribe se ajusta a lo que hoy piden los lectores.
—¿Y desde cuándo te importa lo que piden los lectores?
Álvaro busca refugio en una servilleta, endereza sus pliegues y vuelve a dejarla en su sitio. Se acerca el mozo para servirle el pedido, y me informa que están cayendo las primeras gotas.
—Debió haber traído un paraguas, señora —se lamenta—. El chaparrón va a bajar la temperatura, y se puede pescar un lindo resfrío.
Álvaro espera a que se aleje.
—Ser el dueño de la editorial —dice apartando el pocillo de café sin espuma—, no me exime de sentirme, por momentos, el último empleado. Somos… somos vestigios de otra época, Irene. Viejos bailarines. Viejos bailarines intentando adaptarse a un compás veloz, luchando por seguir el paso sin caer en el ridículo.
Entrecierro los ojos, esfuerzo mi mirada. El mozo estaba en lo cierto: las primeras gotas rasgan los ventanales de la confitería.
—Espero que el tiempo libre te acerque nuevamente a la escritura —dice Álvaro.
—¿Volver a escribir? ¿Para qué? ¿No son elocuentes los resultados? No insistas. Acabo de jubilarme. Estás hablando con una vieja jubilada.
Se lleva la copa de anís a los labios. Reanimado, saca una cajita del bolsillo del saco y la acomoda sobre la mesa. Con un gesto enigmático me invita a que desate el moño de seda. Al abrir ese pequeño cofre, un estupendo reloj de oro blanco refulge en mis manos.
—Es mi homenaje. Tantos años de trabajo juntos.
Sujeto el Longines, me percato del modo en que las agujas giran veloces en el cuadrante.
Somos vestigios de otra época, Irene. Viejos bailarines intentando no hacer el ridículo.
Trastos caducos. Antiguallas, muebles en desuso a punto de ser cubiertos con sábanas.
Y de pronto advierto una cavidad en alguna parte de mí, un hueco ardiente en donde debería haber algo. Lo mismo les sucede a los mancos, a los mutilados. Un dolor agudo y tangible en donde ya no queda nada.
—Está… Está fuera de hora.
Álvaro sonríe con tristeza.
—Marca cuatro horas más, ragazza. La hora de Italia.
****

Pablo Hernán Di Marco. Es autor de las novelas Las horas derramadas, ganadora en España del XXI Certamen Literario Ategua, Tríptico del desamparo (ganadora de la Bienal Internacional de Novela “José Eustasio Rivera”, Colombia) y Espiral (finalista del XIX Premio de Novela Ciudad de Badajoz 2015, España). Vive en Buenos Aires.
Tríptico del desamparo será publicada en Argentina por Odelia Editora, en los próximos meses.
Fotos: Jazmín Teijeiro para Odelia Editora.