Cosas
Tantas cosas que pasan y aun así hay una cola de cosas esperando pasar, muy irritadas algunas porque debieron haber pasado hace tiempo y mire, le dice una cosa a otra, de aquí a que yo pase, ya ni vale la pena, ya perdí el entusiasmo de pasar, pasaré por no dejar, pero sin ganas y rápido, para que después pase usted. Yo soy considerada, no como esa gente en los semáforos. Sí, dice la otra, qué se le hace, son cosas que pasan, no se deprima y por mí no se apure, aunque le agradezco, pero yo soy horrible, preferiría no pasar.
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Los nuevos árboles
Ahora existen árboles que vuelan vagabundos y que en lugar de raíces tienen una manito amarronada (las venas que sobresalen conservan cierto aspecto vegetal). Andan por el cielo de la ciudad, o más bien entre los edificios, buscando de qué agarrarse. Hay que tener cuidado, son muy astutos, y en cualquier momento se agarran con su manito de cualquier cosa o persona con el fin de establecerse para siempre. Por suerte, se espantan con facilidad, basta un manotazo. Pero es un fenómeno nuevo y a mucha gente le cuesta acostumbrarse.
El otro día estaba mi mamá en el balcón contemplando la tarde y casi la agarra una palmera. Llegué yo a tiempo para espantarla. Pero me quedé preocupada, ahora no puedo perderla de vista. Depende de mí en este sentido por una razón muy simple: ella no cree en la existencia de estos nuevos árboles. Al no creer es incapaz de defenderse. Es un problema de fe como todo y no de ver para creer, pues mi mamá «ve» los árboles, y aun así no cree que existan. Una y otra vez repite mientras los mira: no puede ser, no puede ser. Y hasta que no cambie su actitud existencial voy a tener que andar con ella, adonde vaya, espantándole los árboles.
Después de varios días de vigilancia y de andar sermoneándola sobre el peligro de los nuevos árboles mi mamá ahora grita de alegría, dice que cree, que por fin cree, pero no en los árboles que vuelan sino en la posibilidad absoluta del vuelo. El cerebro de mi mamá ha hecho la siguiente operación: “si ellos vuelan, todo vuela, y si todo vuela, yo vuelo”. En consecuencia, se arroja por el balcón. Afortunadamente, logro sujetarla por el borde de la camisa. La camisa se estira y se estira, durante siete pisos se estira. Cuando mi mamá llega al suelo, la camisa ha llegado al límite de su posibilidad de estirarse. A dos centímetros del suelo, mi mamá cuelga alegremente a salvo. Pero me espera una tarea difícil, ahora tengo que hacerle entender a mi mamá que no todo vuela. Y es triste porque está muy feliz con su descubrimiento y siente un gran deseo de vivir, más grande, dice, que nunca.
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Monsieur Duverger
Mi mamá estaba trabajando en la escalera. Se la veía muy ajetreada, casi desesperada. Qué haces, pregunto. “Quiero subir desde el último escalón hasta el primero y así también quiero bajar, pero como están las cosas no se puede”. Decidí ayudarla y pronto estuvo listo. En el primero pusimos el último y en el último dejamos el último. Y esto, claro, en ambos sentidos. Mi mamá gruñía de satisfacción (es su manera de expresar satisfacción).
Después, en el patio, ambas nos vaciamos la memoria, hicimos un gran montículo con nuestros recuerdos mezclados. Los revolvimos un poco con el tridente y los aventamos para que el viento se llevara los más ligeros. Cuando estuvo listo volvimos a colocárnoslos de a puñados en la memoria sin importarnos cuáles eran de quién. Luego subimos o bajamos la escalera (cómo saberlo) y abrimos la botella de vino que, hace tantos años, nos trajo el profesor Duverger (en realidad nos trajo cinco, pero cuatro las consumimos con él). La abrimos para celebrar el éxito de nuestras relaciones madre-hija. Ya estaba bastante rancio el vino, pero igual entre las dos hicimos memoria y nos acordamos de que cuando Duverger nos visitó, en aquel lejano entonces, no hizo más que decir y repetir hasta muy entrada la noche que: “el sistema electoral mayoritario conduce al bipartidismo”. Yo me acordé (ella no) de que al final mi mamá, ya un poco harta, le había dicho: “Entonces la fulana democracia es un chanchullo”. Y el profesor Duverger, muy complacido, afirmó: “Sí, yo creo en el arroz. El arroz es consenso. Consenso es lo contrario de chanchullo ¿verdad?».
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Mudanza
Una mujer soñó que arrastraba un viejo mueble hasta los linderos del sueño y se lo traía a la vigilia. Luego volvió a entrar y salió con un escapulario, un hombre que cultivaba lechugas de mármol y un pequeño dedo abandonado en el suelo de un bar. En su tercera incursión sacó un sacacorchos (extraordinariamente corriente) y una pelea entre su abuela y un policía que la multaba por sonarse la nariz frente a la estatua de un prócer. Luego se sacó a sí misma completamente desnuda leyendo una revista en la sala de espera del dentista. En su sexta expedición, ya sin aliento, se las arregló para encontrar un camión tan infinito como el universo mismo y allí metió todo, excepto el universo mismo, que provisto de voluntad propia y firmeza de carácter, se negó a acompañarla y adoptó un aire desdeñoso. En ese instante sonó el despertador y la mujer corrió a preparar el desayuno de sus hijos. Pero como estaba ofendida y se encontraba de un pésimo humor por el desaire del universo, volcó la leche, quemó el pan, y acusó de estos accidentes a sus hijos. A partir de entonces se dedicó a soñar con un universo vacío al que trataba de convencer, mediante prolongados ruegos y razones, de que la acompañara a la vigilia. Todas tus cosas están allí, le decía, pero sin ti parecen mudas e invisibles. Piensa en lo que sufren, cómo te extrañan. Todas tus cosas lloran amargamente en la vigilia, se sienten solas y falsas, nadie las entiende, y el que se topa con ellas las olvida casi al instante. Pero el universo permanecía inquebrantable y respondía con sarcasmos. Hasta que un día, harto ya de ser un gran vacío, al que regularmente acudía una mujer ruidosa y testaruda, el universo penetró subrepticiamente en la vigilia y se robó todo, incluyendo el reloj despertador, los hijos, el pan quemado, y una especie de marido que encontró en el traspatio. Sólo dejó una mujer dormida en la oscuridad impenetrable de la nada. Esta última (la nada) se negó rotundamente a acompañarlo.
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Robo
Yo soy una mujer que no tiene tiempo, sólo espacio. En compensación, la naturaleza me dotó de un órgano que sirve para robarse el tiempo de los demás. Por eso, durante el día, robo un poco aquí, otro poco allá, de manera que me alcance no sólo para completar el día y pasar la noche, sino también para desayunar cómodamente a la mañana siguiente y para seguir robando, porque el robo de tiempo se realiza en el tiempo.
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Nuni Sarmiento (Buenos Aires, 1956) estudió Letras en la UCV, e ingresó luego en la ULA, donde pasó dos años sin estudiar nada, gracias a lo cual pudo graduarse. Vagabundeó después por algunos postgrados de filosofía, siempre a la caza de emociones mentales, siempre dispuesta a arrojarse en abismos inverosímiles que le producían algunos dolores de cabeza pero también mucho placer y risa. Hasta que un día se enteró de que la filosofía era una enfermedad del lenguaje y lamentó haber sido tan frívola y desconsiderada. Sobre todo porque vislumbró la otra, escalofriante cara del diagnóstico: que el lenguaje es una enfermedad filosófica. Ha publicado: La maldad del azar (Monte Avila, 1991), ¡Señoras! (Ediciones Solar,1991), Revés (Siembraviva Ediciones, 2003). Actualmente vive en Mérida, Venezuela.
Revista Muu+
Agosto 2020