Marea alta
Rita despierta con la voz de su hija balbuceando desde el cuarto de al lado. Dejá que yo voy, le dice a Fabiano que, ella cree, levantó la cabeza en la oscuridad. Al salir de la cama se engancha en el mosquitero. Oye las olas a pocos metros de la cabaña, recuerda que no están en casa. Camina con los brazos hacia delante, tanteando la humedad marina en el aire. Hay un mosquito cerca, manotea para espantarlo y tropieza con una silla que choca contra la pared.
Esa misma tarde, Rita estaba de pie en la orilla y las olas le cubrían y descubrían los pies como si los estuvieran barnizando. Se fue hundiendo de a poco y quedó enterrada hasta los tobillos. Después de un rato, movió los pies y los miró con atención, quería ver si saldrían diferentes tras haber sido engullidos por el agua y la arena.
La niña ahora grita sílabas sueltas. A Rita le cuesta entenderle cuando habla en sueños. Mamá está yendo, dice. Al girar hacia el cuarto de su hija queda de espaldas al mar. Mientras espanta otro mosquito, o tal vez el mismo, piensa que esta primera noche en la isla deberían haber dormido los tres en la cama grande. Hubiera evitado levantarse a esta hora. Entra al cuarto a oscuras, intenta recordar el ambiente. Lo reconstruye sin ver: a la izquierda la cómoda, al fondo la cama, cree. Su hija dejó de hablar, es posible que no haya llegado a despertarse.
Avanza con las manos hacia delante, como una sonámbula. Cerca de la cama, su pie choca contra algo blando. Da un paso atrás, imagina un bicho del tamaño de una foca bebé. Reconoce la respiración de su hija dormida. Se agacha tanteando el tul mosquitero que va hasta el piso. La niña está atrapada entre la cama y el tul, como un pez en una red.
Levanta el tul. Los ojos se le acostumbraron a la oscuridad. Reconoce la silueta pequeña sentada en el piso. Te caíste de la cama, le dice, aunque sabe que a esta hora las palabras no tienen efecto. Le corre los bucles que le caen sobre los ojos. La agarra con la intención de devolverla a la cama. Nota que la piel de los bracitos está áspera, tal vez por el día de sol. Cree que le pasó hidratante después del baño, pero la huele y no siente el perfume. Se levanta con su hija en brazos y se inclina sobre la cama para acostarla. Antes de apoyarla, la niña la abraza como un pulpo. Esta no es mi hija, dice Rita en voz alta. Enseguida se arrepiente, ojalá nadie la haya escuchado. Se endereza con la niña a upa, tratando de aflojar la tensión de esos brazos que le rodean el cuello. Tiene el impulso de dejarla caer en el mismo lugar donde la encontró pero soltarla no sería suficiente, la niña quedaría colgando como un collar de plomo. Le viene la imagen de una canasta de mimbre con un huérfano en la puerta de una iglesia. No le contará nada de esto a Fabiano por la mañana. No reconoce tanta fuerza en su hija. Aunque toca ese cuerpo que conoce de memoria, la duda no se le va de la cabeza. Además siente un frío inusual en la piel de la niña, como si acabara de salir del agua. Encendería el velador, pero se contiene.
Vuelve hacia su cuarto con la niña a upa. Aunque la pared de la cabaña la separa del exterior, tiene la impresión de estar en la orilla. Huele el mar, ha subido la marea. Su hija le parece más liviana, como si estuviera caminando con agua hasta el pecho y la pequeña flotara entre sus brazos. Se quedaría ahí, las dos meciéndose en el agua hasta dormirse como gemelas antes de nacer, pero sigue caminando. Vuelve a chocar la silla con la que había tropezado. Un mosquito le zumba cerca del mentón. Hunde la cara entre los bucles de la niña. El pelo huele a algas.
Llega a la cama grande. Sube el mosquitero con una mano, con el otro brazo apoya a la niña en las sábanas. Intenta levantar el torso pero está adherida a su hija igual que un caracol a una piedra en el fondo del océano. Hace fuerza y la desprende, cree oír un plop. La niña rueda en la cama hacia el padre. Ella quisiera que Fabiano diese alguna señal de extrañeza, pero él duerme y se deja abrazar.
Ya con los brazos libres, Rita piensa que tal vez exageró, la cabeza hace estas cosas de madrugada. ¿Cómo confundió esos bucles que adora con algas? Tiene ganas de abrazarlos a los dos, pero no quiere arriesgarse a despertarlos. Siente picazón en la rodilla, es un mosquito. Se apresura a meterse bajo el tul. Sentada en la cama y ya despreocupada, se rasca la rodilla. Nota que de entre los dedos le sale arena, una arena fina, casi polvo.
En la playa, las olas rompen con más fuerza que antes, como si intentaran advertirle algo.
***

ANAHÍ FLORES (Buenos Aires, 1977) se dedica a escribir y dar talleres de escritura creativa. Sus libros publicados son: Criaturas (Alto Pogo, 2018), Ciertas horas de la primavera (La carretilla roja, 2017), Se durmió y otros poemas (Bajo la Luna, 2015, gracias al tercer premio del Fondo Nacional de las Artes), Todo lo que Roberta quiere (Textos Intrusos, 2013), Catalinas Sur (Eloísa Cartonera, 2012) y Limericks cariocas (Caki Books Editora, Río de Janeiro, 2011). Entre 2003 y 2010, publicó seis libros sobre la filosofía del Yôga, en Buenos Aires, São Paulo y Río de Janeiro. Algunos de sus cuentos y poemas se encuentran en revistas como Próxima, La Balandra, el suplemento de cultura del Diario Perfil. También en libros como En frasco chico (Colihue, 2004), Bendito sea tu cuerpo (Ventana Andina, Perú, 2008), La mujer rota (Literalia Ediciones, México, 2008), Lecturas + prácticas del Lenguaje (Mandioca, 2015), El cuento, una pasión argentina (Ediciones Desde la Gente, 2016), entre otros.
Foto: Mailén Albamonte Pizarro
Revista Muu+
Abril 2018