Shunga. Capítulo I
La muerte de Oriko
La habitación parecía iluminada por una hoja seca.
Era septiembre.
—Adiós —dijo Kotaro, y su voz le sonó a insectos atrapados, frotándose entre sí. Quiso repetir la frase pero se detuvo. Bajó el párpado derecho de Oriko, que cedió con facilidad, y dejó el izquierdo abierto, como si aún la pupila no terminara de morir y, a diferencia de lo sucedido con el otro ojo, fuera necesario esperar. Se quedó varios minutos mirando el iris. Luego se puso de pie. No supo qué hacer en esa posición, de modo que volvió a arrodillarse. Bajó el párpado que faltaba. Miró objetos duros: los labios de una muñeca de cerámica, un cuenco ensangrentado, una tetera, un cofre. Dijo, y ahora sintió que los insectos habían abandonado su voz:
—Ella fue siempre lo más importante para mí.
Se rascó uno de los brazos, aunque no le picaba. Se rascó las rodillas. Tosió. Ocho veces seguidas. Se puso nuevamente de pie, salió de la casa, volvió a entrar. Miró otros objetos duros: una miniatura china, los bordes de una vasija, un daruma de madera.
Y luego le pidió a Taru, su criado de confianza, que fuera a buscar a las hijas de Kichiro Izumi.
—¿Las actrices?
—Sí, ellas. Desde que dejé de ser un niño, llorar se me hace imposible. No encuentro el camino para hacerlo. —Acarició la mejilla derecha de Oriko. —Pero mi casa, que también seguirá siendo de mi esposa, la llorará cada instante que me quede de vida. Las hermanas Izumi van a entender mi pedido.
Taru tenía curiosidad por saber de qué pedido se trataba, pero jamás hacía preguntas.
Kotaro agregó:
—Quiero que trabajen para mí. Que lloren por toda la casa la muerte de Oriko como ella merece ser llorada, de mañana, de tarde y de noche. Cada día, sin descanso, mientras yo viva.
Los ojos de Taru no pudieron disimular que aquello que estaba escuchando le resultaba desmedido. Kotaro continuó
—Voy a pagarles por su llanto. ¿No son actrices, acaso? Que se turnen. Que se repartan el trabajo como ellas quieran. Pero que en mi casa no se deslice un solo segundo sin que alguien esté llorando por Oriko en alguna parte, en el rincón que sea.
Durante el camino Taru pensaba en cómo sería la casa de ahora en más, sin Oriko. ¿Cómo sería vivir acompañado por el llanto de tres extrañas?
La casa en la que el viejo Kichiro residía junto a sus hijas era una construcción modesta cercada por charcos de agua. A Taru le llevó cerca de una hora de caminata dar con ella. Golpeó la puerta dos veces con un llamador estrafalario que le costó descifrar, y esperó.
El viejo tardó en acudir.
—No están—dijo Kichiro, después de escuchar a Taru. —Las tres tuvieron que irse con el gigante Kazuma.
Taru pensó que el hombre divagaba.
—¿Gigante?
Kichiro advirtió la sospecha:
—Le dicen así, no son locuras de viejo. Es muy alto y fuerte como un buey. Se dedica a la usura. Hace un año, cuando enfermó mi esposa, tuve que pedirle dinero prestado, y como no pude devolvérselo se llevó a mis tres hijas para que trabajen en su casa.
El viejo tosió. Tenía sangre en la nariz y el pecho delataba un gran esfuerzo para respirar.
—Ahora estoy solo. Mi esposa murió hace seis meses y ellas se fueron hace dos.
Taru le preguntó dónde vivía Kazuma.
—Siguiendo por este sendero. Es la única casa de este lado del arroyo.
—Gracias.
—Tenga mucho cuidado: es un hombre peligroso.
—Sí—dijo Taru. —Yo también los soy.
—Pero él además tiene sus monos.
Taru creyó que había escuchado mal:
—¿Dijo “monos”?
—Sí, monos—confirmó el viejo. —Cuatro nihonzaru* entrenados para hacer lo que él quiera. No necesita de hombres que protejan sus espaldas, como sucede con otros usureros. Con sus monos le basta.
Taru agradeció la información (que juzgo exagerada) y abordó ese sendero tembloroso que parecía haber sido trazado por un prófugo.
Y mientras caminaba pensó en Oriko, su bella señora. Recordó la tarde en que la había espiado mientras se bañaba, hacía diez años, cuando él tenía solo trece y su señora veintidós. El viejo Riku, antiguo criado de Kotaro, le había dicho:
—Al atardecer suele ir al río sola. Camina descalza, se ensucia los pies en el barro, luego se quita la ropa y nada sin mojarse el rostro ni los cabellos, hasta que la luz declina. Créeme: no existe nada más bello que Oriko desnuda.
Taru dejó pasar una semana hasta que decidió ir al río. Para poder camuflarse entre la vegetación se puso una yukata verde y se cubrió los cabellos con un tejido de alfalfa. Y se movió entro los bambúes y los arbustos en cuatro patas, como si fuera un gato.
La vio cuando ya comenzaba a resignarse a que esa no sería su tarde. Tal cual le había dicho Riku, estaba descalza, caminando por el barro. Iba cubierta por un kimono floreado y cantaba una canción infantil. Taru, siempre en cuatro patas, avanzó hacia ella para obtener la mayor cantidad de detalles que ese espectáculo furtivo podía ofrecerle. Trató de controlar la respiración; de observar en quietud.
La canción de Oriko decía:
Huye niña triste
con la madrugada.
Antes que el rocío
coma tu alma.
Oriko se quitó el kimono floreado y miró el río unos segundos. Taru quiso ir de a poco: primero le miró el hombro izquierdo, que tenía forma de mordisco, y al mirar el derecho tuvo un mal presentimiento. ¿Qué pasaría si Oriko, por la razón que fuera, decidía ahogarse? ¿Iría a socorrerla así vestido, con esa yukata y esa peluca de alfalfa? ¿O la dejaría morir? Pero sus presentimientos, tanto los malos como los buenos, eran solo caminos que él tomaba para no pensar. Y en ese momento necesitaba eso: no pensar.
Oriko ingresó al río antes de que los ojos de Taru hubieran llegado a mirar el resto de su espalda, y comenzó a nadar. Taru cerró los ojos. Se llevó la mano a la entrepierna pero la detuvo sobre el estómago. Se apretó la panza. Imaginó una vasija llena de dientes, una flor quemada. Abrió los ojos. Dejó sus dos manos a un costado de su cuerpo, como sombras húmedas. Y cuando Oriko abandonó el agua y mostró su desnudez de frente, esa desnudez con la que la mayoría de los hombres del pueblo soñaba, Taru confirmó algo que solo había sospechado dos veces sin tomarlo demasiado en serio: las mujeres no le gustaban. Oriko desnuda era, para él, como cualquier otra cosa del paisaje. A tal punto que pronto se distrajo mirando solo el agua cubierta por las escamas del atardecer, tan rosadas y distintas a la sangre del alba, mientras fuera del río, aún desnuda, Oriko se secaba.
—Ayuda, por favor
Taru abandonó sus recuerdos y dejó de caminar. Miró hacia los yuyos que bordeaban el camino sinuoso.
—Ayudaaaa.
Tomó una piedra (no llevaba ningún arma que pudiera utilizar si lo atacaban) y caminó hacia la voz. Tuvo que avanzar unos metros entre la vegetación parásita y las nubes de insectos que emergían con cada paso y que lo rodeaban sin picarlo. Hasta que descubrió al hombre. Tenía más o menos la edad de su amo, alrededor de cuarenta años, y estaba tirado en el suelo, cubierto de sangre, con las manos y las piernas destrozadas. Le habían arrancado las orejas, el labio superior y los dos párpados.
Taru se agachó. Le ofreció al hombre un poco de agua de su cantimplora pero el hombre no la aceptó:
—Quiero morir—le dijo.
Y luego le pidió que le cubriera los ojos. Necesitaba cerrarlos. Que alguna cosa, la que fuera, reemplazara a sus párpados.
Taru pensó primero en piedras, pero lo desechó porque enseguida optó por lo que tenía ahí a la vista, rodeándolo por todas partes, y arrancó dos puñados de yuyos y con ellos cubrió los ojos, que sin párpados tenían el aspecto de dos moluscos voraces que quisieran matarse entre sí.
—Gracias—dijo el hombre, y al segundo ofrecimiento de agua, le respondió a Taru nuevamente que no. Y agregó: —Por favor, rescata a mi hija. Yo ya no puedo, no tengo cómo hacerlo. Pero ella no debe morir. La culpa fue mía. Fui yo quien se metió en problemas con Kazuma. Ella no tiene que pagar mis errores… Ya perdió su lengua. No quiero que pierda la vida.
Lo que le estaba deparando el día era demasiado: la muerte de Oriko, el pedido de su amo, el viejo Kichiro que le habló de un gigante con cuatro monos y ahora ese hombre mutilado, con yuyos sobre sus ojos sin párpados, que le contaba que su hija había perdido la lengua.
—¿Cómo se llama tu hija?
—Madoka. Y su apellido es Tazaki.
—¿Y por qué dices que perdió su lengua?
—Porque es así. Kazuma se la quitó. Por eso te ruego que la ayudes. Es una buena mujer y no merece lo que le está sucediendo. Yo sí. Yo merezco terminar de este modo. Déjame morir y ayúdala, así harás justicia tanto con ella como conmigo.
—No puedo dejarte morir.
—Me matarías si supieras lo que hice.
Taru iba a decirle que él era incapaz de matar a un indefenso, pero prefirió cambiar el rumbo de la charla.
—¿Conoces a las hijas de Kichiro?
—Sí, por supuesto que las conozco. Y no solo las conozco: he abusado de ellas. Están con mi hija, en el mismo árbol. Un álamo blanco.
—¿Un álamo blanco? No entiendo. ¿Por qué están allí?
—Es largo de contar. Ve y rescátalas. Pero cuidado con los monos. No querrás seguir vivo si uno de ellos te ataca.
—¿Ellos fueron los que te hirieron?
—Sí.
Taru notó que la entrepierna del hombre pujaba levemente la tela de la entrepierna.
—Tu pene está endurecido—le dijo.
El hombre respondió:
—Sí. Es una enfermedad. No tengo un minuto de sosiego. Y ahora que hablaste de las hijas de Kichiro se ha endurecido un poco más. Lo confieso: quiero morirme recordándolas. Las he disfrutado desnudas, he abusado de sus cuerpos. He hecho con ellas lo que he querido. Por eso terminé de este modo. Y por eso mi hija va a morir.
Quiso ver la erección del hombre y le bajó los pantalones.
Se sorprendió: era un sexo tan pequeño como una nariz de niño.
Como un ojo.
Y, recién entonces, lo supo culpable, capaz de una crueldad ilimitada.
Un pene así solo podía hacer daño.
Y no merecía vivir.
Puso un pie sobre su cuello y apretó, mirando la excrecencia endurecida y absurda, para que su odio hacia el hombre continuara creciendo y su pie apretara cada vez con más fuerza, sin una astilla de piedad, hasta que sintió el crujido, que sonó a huesos y a barro, y el hombre dejó de respirar.
*Mono de la nieve o macaco japonés

Martín Sancia Kawamichi. Nació en julio de 1973. Estudió cine en el CIEVYC y literatura en el IES Nº 1 “Dra. Alicia M. de Justo”.

Publicó, como Martín Sancia, dos libros infantiles: Breves historias de animales sabrosos, engreídos, enamorados, malditos, venenosos, enlatados, tristes, cobardes, crueles, espinosos… y otras historias (Ed. Sudamericana, 2009) y Los poseídos de Luna Picante ( 2do. Premio Sigmar 2014) Durante años colaboró con cuentos y textos breves en la revista Beatrizos. Su novela Hotaru obtuvo el Primer Premio en el Concurso de Novela Negra BAN!-Extremo Negro 2014.
Revista Muu+ Junio 2017