Victoria Mora

Bajo el sol de otoño

Julián salió de su casa a la misma hora como cada mañana del último año. Era Marzo de 1977 y estaba en La Plata, una ciudad que no eligió, ahí fue destinado.

Se miraba de reojo en las vidrieras mientras caminaba hacia la universidad. Le costaba trabajo reconocerse. El pelo largo, los pantalones, los colores de la camisa, las botas. Nunca pensó que lo más superficial podía ser lo más duro de sobrellevar. Observaba sus pies, como si fueran los de un desconocido. Tuvo que frenar de golpe para no chocar con la gente que se había parado en la esquina para cruzar. Distraerse era un lujo que no podía darse. Tenía que concentrarse en hacer bien su trabajo. Si no terminaba con esa sensación de ajenidad, la gente iba a empezar a notarlo. Siguió caminando bajo el sol de un otoño raro. Entró a la universidad caminó por los pasillos hasta que llegó a la puerta del aula a la que le tocaba ir. Tomó aire y entró. Comenzaba la función.

Se sentó al lado de María. María era preciosa, sus ojos, su pelo, su voz. Se saludaron. Él estaba seguro de que a ella, él le gustaba. Otro lujo que no iba a poder darse. Las órdenes eran claras.

Escuchó la clase aguantando el tedio. Nunca terminó de entender porque él había sido elegido para este trabajo. Supuso que por su edad. Su jefe ordenaba, ellos hacían.

Allí estaba, escuchando a un profesor hablar de historia del arte en la Universidad de La Plata. Ironías de la vida. Cuando entró a la Dirección de Inteligencia, no supuso que este era el tipo de tarea que podía pedírsele a un policía, ni remotamente. Se imaginaba vigilando, persiguiendo delincuentes, mafiosos, pesos pesados, no estudiantes y abuelas. Igual no iba a quejarse.

Se bancó hasta el final la clase, poniendo la mejor cara de interesado que pudo. Se levantaron y salieron juntos hacia el bar. María insistía en hablar de lo bien que había estado el profesor. Él buscaba el modo de hacerla sentir escuchada para que hablara. Sospechaba que ella era la encargada de distribuir la información que le transmitían las abuelas. Su tarea ahí era esa: detectar quién hacía circular los datos que Abuelas de Plaza de Mayo transmitían dentro de la universidad buscando a sus nietos.  

Por las noches siempre tenía la misma pesadilla. Apenas conciliaba el sueño aparecía un agujero negro que lo absorbía de tal manera que no paraba de caer al vacío. Cuando salía del pozo, ya nadie lo reconocía. Sus compañeros de trabajo, su madre, su hermana, sus vecinos de la infancia, aparecían todos como en una galería sin fin,  decían que no lo conocían y que se fuera porque lo iban a matar

Se despertaba, se lavaba la cara y volvía a su papel de cada día.

Cayó en la cuenta de que habían pasado unos cuantos días de la fecha prevista para entregar a María. Fue a verla a su casa. Tocó el timbre. Escuchó sus pasos por el pasillo, ella le abrió a la vez que le sonreía luminosa.  

Él nunca había sentido nada igual por nadie, pensaba mientras caminaban hombro a hombro por el pasillo que daba al departamento chiquito. Ella nunca hablaba de su militancia. Hablaban de literatura, de arte, Julián le había tomado gusto a la cosa. Él decía amar el surrealismo por su cercanía a la libertad, ella le retrucaba por las posiciones políticas de algunos de sus representantes. Él decía que admiraba la literatura inglesa, ella lo trataba de cipayo. La única función que tenían esas discusiones fingidas era juntar los cuerpos y ambos se dejaban llevar.

Una vez a él se le había ido la mano. Cuando quiso frenar ya era tarde. Lo que había empezado como un juego dialéctico había derivado en una sacudida y un empujón, que no terminó en golpe porque él vio en la cara de María la sorpresa y él pánico que había provocado. Lo miraba con desconcierto. Había remontado la situación, la había abrazado. Era lo máximo que había podido hacer entonces. 

Después las cosas se pusieron más difíciles. Su superior pedía explicaciones, corrían los días y él no aparecía a dejar la mercadería que debía entregar. Así había dicho su jefe por teléfono en el último llamado, “mercadería”, y él no pudo evitar que le corriera un escalofrío por la espalda.

Esa noche volvió a soñar. Se tomó un somnífero y siguió, pero a la mañana siguiente no podía funcionar. Se levantó como sonámbulo, se preparó café y prendió el primer cigarrillo de muchos que iba a fumarse pensando qué hacer para seguir con su vida.

Simplemente no podía desaparecer. Había pensado seriamente en confesarle a María quien era y huir juntos. Sabía que resultaba imposible, ella lo odiaría por ser quien era, estaba seguro. Era inútil. Ella pertenecía al grupo de los que se creían salvadores del mundo, todos Che Guevara que ante la primera piña lloraban como nenas. Las minas resistían más, eso sí había sido una sorpresa, pero sabía justamente que por su resistencia era difícil que una mujer se pasara de bando. Había conocido muchas desde que empezó el laburo y muy pocas aflojaron. Conociéndola, si estuviera acorralada María se tomaría la pastilla. No, nunca iba a poder decirle quien era. Escaparse con ella sin decirle quién era tampoco era opción. Se convertiría en desertor. Sonó el teléfono. Un compañero lo llamaba diciéndole que no se demorara, la cosa estaba fea, había habido un atentado en la ciudad y habían muerto dos coroneles, su jefe estaba furioso. Gritó MIERDA y cortó. Dio vueltas por el comedor de su departamento como un gato enjaulado. Agarró la 45 y salió dando un portazo. No miró a la vecina que intentó saludarlo. Se subió al ascensor. En la calle pidió un taxi y dio la dirección de María. Se bajó del auto, esperó a que fuera bien entrada la noche, madrugada. Tocó el timbre tres veces como hacía siempre para que ella supiera que era él. María abrió otra vez con una sonrisa que se borró frente al caño del arma que le apuntaba a los ojos. Un disparo sordo se oyó en una noche sin testigos detrás de cortinas cerradas. Él la arrastró hasta la vereda.

Julián caminó a la esquina tomó el primer colectivo a cualquier lado. Viajó veinte minutos y se bajó. Buscó un teléfono público metió los cospeles. Del otro lado atendió su jefe “Se quiso escapar, hay que mandar a alguien que la busque, quedó en la vereda”.

Volvió a tomar un taxi y se fue a su departamento.

VICTORIA MORA nació en Buenos Aires en 1979. Es psicoanalista, docente y escritora. Recibió el primer premio en el concurso de cuentos Premio Fiesta Nacional de las Letras por su obra “El último tren”. Otro de sus cuentos, “Un nuevo cielo”, fue incluido en una antología de la Federación de Asociaciones Gallegas. Actualmente es alumna de Claudia Piñeiro y colaboradora de la revista Kundra. Publicó el libro de cuentos Un mundo oscuro (Ediciones Llanto de mudo, Córdoba, 2014)

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