Jacobo Cardona Echeverri

Azul, óxido naranja

“El Departamento de Seguridad de la Patria advierte que la clave de alerta terrorista en este momento es… anaranjada”.
Anuncio emitido regularmente en algunos aeropuertos americanos.

Los calzoncillos de Esperanza huelen a frambuesa y a Marlboro. Son de dos colores: rojos y azules. Los azules son casi negros. A Esperanza le parecen muy cómodos, sin contar con el precio y la cantidad obtenida en una venta de bodega. Algunos, incluso, no los usará, y será lo único que heredarán Dina, Patricio, Malcolm y Tórrido Romance-18. Lo demás, una edición de la Divina Comedia prologada por Borges que lee diariamente desde la desintegración de los Rolling Stones, la donará a la biblioteca de la corporación subversiva Nostalgia y Vudú; sus discos, cuadros, estereofónicos, candelabros, visores, onirógrafos, zapatos, fonendoscopios y candados fenomenológicos los venderá en un almacén de artículos de segunda mano y con el dinero comprará un espacio en el Cemetery Factory de la tenebrosa región Akal 18.000 de Marte para que se proyecte hasta el final de los tiempos la filmografía completa de Humprey Bogart.

Aunque todo esto lo tenía decidido desde hacía ya varios años, lo volvió a reafirmar en la última mañana del solsticio de verano; el caos nos predispone finalmente a hacer camping en las zonas de batalla del futuro. Ese día los escurridizos flujos de información atrófica de la red estatal fueron de nuevo saboteados, lo que provocó la pigmentación naranja de todos los objetos romboides, excepto los construidos en China.

Ante tal situación, la Asamblea Bélica para la Protección del Conocimiento Verdadero ordenó el toque de queda para después de las 10:46 horas de la noche. Sería inútil arriesgarse, pensó Esperanza, de todas formas Malcolm llegaría antes de la primera redada, por lo que después de limpiar un poco las puertas y la rejilla que la comunicaban con el subterráneo personal se fue a dormir. Antes leyó el canto duodécimo del Infierno, y se detuvo diecisiete minutos en el siguiente párrafo: calmada la furia bestial del minotauro, que guarda el séptimo círculo, mansión de los violentos, y vencida la dificultad que ofrecía la ruinosa pendiente, llegan los poetas al valle… (Dante Alighieri). Lejos del contexto de la obra, el canto le pareció una muestra de literatura vidente y acongojada con una leve inclinación al optimismo. Algo insólito… o profético, se atrevió a pensar, aunque luego de cerrar la puerta de su cuarto con una botella de Sprite caliente en su mano, opinara exactamente lo contrario.

En las pequeñas orejas de Esperanza se filtró el incesante sonido del timbre, que al transformarse en señales nerviosas desencadenó una arrítmica dinámica eléctrica en el interior del cráneo. Fue por eso que levantó el párpado izquierdo. A los dos segundos, Esperanza despertó. La luz del cuarto bordeaba una tonalidad rojiza y residual. Al bajar de la cama, los pies resintieron la seca frialdad del piso de vidrio templado. La mujer abrió el conducto sin pedir al identificador la contraseña digital. Saludó a Malcolm con una sonrisa infantil. Me gusta tu osito, dijo Malcolm al tocar con el dedo anular el animal impreso en la blusa de Esperanza. Siguió mirándola, deteniéndose en los calzoncillos azules y en las blancas y largas piernas, casi perfectas para un comercial de cereales o relojes. Esperanza, aún somnolienta, obstaculizaba el paso hasta que Malcolm entró con un leve empujón.

Malcolm traía su viejo sombrero negro de sospechosa procedencia inglesa, el bastón cuya historia nadie comprende y la maleta azul-cielo-sobre-el-desierto-de-Sonora llena de botellas de leche. Las saqué de un lugar secreto, dijo con dulzura mientras abría la maleta. Esperanza, aletargada, susurró algo relacionado con el calor y cierta extracción epidérmica que con justicia se merecía. Malcolm comprendió. El sueño la había desequilibrado anímicamente. Cuando tome algo de leche se recuperará, pensó. El ruido del extractor sobre un cuerpo desnudo de mujer lo relajó. En la radio, sonaba Singing In The Rain. Mi padre me está llevando cada semana al consultorio de un psicólogo extranjero apellidado Watson, es de lo mejor hoy en día, dijo Malcolm mientras miraba la rejilla al subterráneo con una botella blanca en la mano.

La luz se tornó ocre, las arañas continuaban despiertas.

Tras tumbarse en la cama y dejándose llevar por el potente sonido de secado del extractor, Malcolm continuó: en realidad es un tipo extraño este Watson, todo lo puede explicar con base en relaciones de estímulo y respuesta, nada de efectos multicausales y variables infinitesimales imposibles de predecir. El televisor estaba encendido, sin volumen. Transmitían una película en la que mostraban a dos hombres, uno negro y alto, el otro anglosajón, que vagaban, aparentemente perdidos, por una sabana africana invadida por los drones.

Malcolm recordó lo del gorila gigante sobre el Empire State de la semana pasada, pensó en el descubrimiento de los diarios secretos de Malinowski, en las catacumbas del Manhattan petrificado, pensó en sus antecedentes policiales de adicto a la lactosa. Todo en un lapso de seis segundos. Malcolm estaba seguro de que era un riesgo moral dejar de pensar.

Esperanza salió del baño con la piel brillante, preguntó sin interés el apellido del psicólogo, como si no hubiera escuchado bien, e instantáneamente, sin pudor, la mirada de Malcolm fue a parar a sus preciosas tetas. El amor es para los animales, respondió sonriendo.

Los helicópteros sobrevolaban la ciudad transmitiendo música de Beethoven y Rossini. A pesar de las restricciones, el malévolo placer producido por el desorden informático de las últimas horas había obligado al Comando Regulador a tomar medidas extremas, por lo que pronto las calles fueron asediadas por camiones rojos con hombres ingrávidos y taciturnos de uniformes rosa.

En los sectores reservados a las últimas unidades de androides retirados empezó a correr el rumor de una rebelión. El ambiente tomó un cariz siniestro: algunos sonámbulos, despistados por el frío, cruzaban las calles arbitrariamente, al no percibir las señales de calor emitidas por los semáforos; los viajeros del tiempo se atrevían a dar la cara tras el vapor desprendido por algunas pocas hogueras mantenidas para ahuyentar a los infantes que la última noche se quedaron sin padres; pintores impresionistas enloquecidos por su revolución sin sentido se tiraban de cabezas contra los autos; caballeros catalanes jubilados de las cruzadas se secaban la piel en los reductores automáticos de basura. De pronto, cada calle parecía la respuesta de una pregunta que nunca nadie se había atrevido a formular.

Al margen de lo que ocurría afuera, Malcolm y Esperanza, tras el coito, fumaban y tomaban leche. Un tal Anthony Burgess hablaba en el televisor sobre una moderna forma de cultivo de naranjas. ¿Sabes cuánto dura el orgasmo de un cerdo?, preguntó Malcolm con la vista fija en el televisor. Esperanza, con las piernas acariciando el pecho del proscrito, no quiso responder. Malcolm lo hizo por ella: 30 minutos.

-¿Media hora? -preguntó asombrada.
Malcolm asintió, satisfecho.
-¿Y las cerdas?
-¿Las cerdas qué?
-¿Cuánto dura el de las cerdas?
-Pues… definitivamente lo mismo.
-¿Cómo que lo mismo? –Esperanza frunció el ceño y añadió-: ¿cuántos orgasmos puedes tener seguidos?

Malcolm contó con los dedos, bromeando y mirando al techo. Esperanza sentenció: definitivamente las mujeres y los cerdos nacimos para el placer. Y las flores también, añadió Malcolm. ¿Las flores?, preguntó ahora Esperanza con extraña curiosidad. El joven la miró, no tardó en abrir la boca: alguna vez le escuché eso a Lacan.

Cuando Esperanza despertó, Malcolm ya se había marchado. Eran las nueve y treinta y dos de la mañana.

Todos van a Entorno Afectivo a pintar en las paredes que aman y odian a sus padres con color tigre-a-punto-de-comer, van a saltar, bailar, tocarse, inyectarse sangre O negativo. Patricio, en una mesa cilíndrica de color cobalto sobre una de las siete plataformas que rodeaban el centro de la disco, jugaba con una esfera plateada, lívida entre sus dedos pintados de un escarlata intenso. Sus ojos, fríos y húmedos. Los labios apiñados contenían un quejido. Esperanza lo vio y se dirigió hacia él, risueña. Dina desapareció anoche, dijo Patricio cuando Esperanza estaba a punto de envolverlo en un abrazo. Siguió hablando sin mirarla: ellos se la llevaron cuando entró al cubículo deshistorizador y seguro ahora vendrán por nosotros. La quijada de Esperanza empezó a temblar, ¿por qué lo harían?, le pregunto a Patricio con un dejo retórico acartonado. Nos descubrieron, respondió. No entiendo, alcanzó a decir la mujer. Sí, sí entiendes, increpó Patricio con dureza. Los ojos de Esperanza se dilataron y un pequeño punto rojo en el iris empezó a crecer.

Patricio se levantó de la silla y se quitó la oreja. Reprográmate, le dijo, y le dejó en la mesa la estructura cartilaginosa con el chip incrustado. Esperanza negó con la cabeza y pronunció la palabra Malcolm, como lamentándose, luego agregó: he pasado momentos con él que no creerías… si hago lo que dices todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia… los datos que tengo son valiosos… son recuerdos humanos, Patricio, pocos han conseguido tanto. Él negó con la cabeza y habló casi en susurros, a pesar del estridente ruido de la música: el momento ha llegado, mi princesa estelar, es hora de luchar, de nada nos sirven ahora las malditas perplejidades de un mamífero.

Salió sin despedirse.

En el cuarto de Esperanza un hombre de uniforme rosa se miraba los incisivos en el espejo. Todos los objetos de los cajones regados por el suelo. Una voz en el intercomunicador advertía de un probable cambio de identidad de los expulsados de la zona 33334WS. El hombre tocó el gatillo, los neurotransmisores opioides invadieron su torrente sanguíneo. Sentía la excitación previa a una batalla largamente esperada.

Las señales del cielo, interpretadas y consignadas en los libros sagrados empezaban a materializarse.

No ay futuro se leía en una pared frente a Entorno Afectivo. Allí, Malcolm orinaba. Después de subirse la cremallera, atravesó la calle y entró. La música lo sobrecogió, en pocos minutos logró divisar a Esperanza arrinconada en una de las paredes del fondo, como si se escondiera. Las luces apenas alcanzaban a tocarla. Pensó en lo bien que lo había pasado la noche anterior con esa elegante mujer y cómo algunas cosas se contagiaban fácilmente de amarga fugacidad.

Cualquiera podría verla, pero muy pocos lo hacían. Una mujer triste fumaba Marlboro y escuchaba en los últimos ciento treinta y cuatro segundos que le restaban, en un hilo aterciopelado que rompía la estridencia electrónica, los cantos delicados de una sirena. La mujer pensó en Dante. Si no fuera por la luz del corto circuito que alcanzaba a quemar la piel sintética de su cara, Malcolm no hubiera podido entender varias inexactitudes con respecto a las costumbres o las anécdotas contradictorias, inusuales en un ser humano verdadero. Lo más triste para Malcolm fue descubrir la inutilidad de todos sus esfuerzos en el cortejo. Nunca fue posible que Esperanza se enamorara, era improbable que su cerebro secretara alguna vez oxitocina, él simplemente fue el código en un sistema informático. El daño dentro de él ya estaba hecho.

La niebla en la ciudad nunca más volvió a disiparse, pronto se alzarían en armas los androides que no fueron atrapados. Y los que aun ante la inminencia del fin de los recuerdos almacenados no se autodestruyeron.

***

Jacobo Cardona Echeverri (Medellín, 1978) Antropólogo, escritor, guionista, realizador audiovisual y docente. Ha publicado en diversos medios nacionales e internacionales sobre cine, arte, literatura y antropología. Ganador del IV Concurso Nacional de Poesía UIS, la 14 Bienal Internacional de Novela José Eustasio Rivera, y el IV Concurso Nacional de Cuento La Cueva. Actualmente es profesor de cátedra de la Universidad de Antioquia.

Revista Muu+ Junio 2015

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