El hambre
Cada bocanada de aire es un arrebato, una carrera por su vida. No intenta disimular su corrida, en un pueblo tan chico sabe que no tiene sentido. La tenue luz del crepúsculo no colabora con su escape desesperado. Por la mínima distracción de querer mirar atrás, trastabilla con los yuyos que se enredan en sus botas gastadas. Tropieza, no logra conservar el equilibrio, y termina aterrizando entre malezas y arbustos. Siente los raspones y el ardor. Una pequeña planta raja su bombacha de campo y se le clava en la pantorrilla. Una milésima después de que su vista reconoce la herida, llega el terrible dolor. Una puntada filosa en la pierna le indica que el corte es profundo.
Se reincorpora sin preocuparse por los raspones, ni por las espinas en las manos. No se sacude los pastos, ni tampoco intenta arrancar la inocente rama que sobresale de su pierna. Renguea, cojea, intenta correr, y, a fuerza de lágrimas, se mueve lo más rápido que puede. Ya no respira; jadea y gime entre sollozos y espasmos de dolor. Sabe que no tiene tiempo, que no puede detenerse, que unos segundos pueden costarle la vida.
La vida no siempre fue así, hubo un tiempo no tan distante en el que todo era distinto. Incluso en el mismísimo Departamento General Roca de la provincia de Córdoba pocos han oído de Ranqueles, un pequeño pueblito orillado en la frontera con La Pampa. A diferencia de los opulentos pueblos vecinos, nunca, en sus casi cincuenta años de historia, tuvo una estación del ferrocarril. Sin embargo, ese detalle no impidió que sus honrosos diecinueve habitantes se hicieran su propia estación clandestina. No había, en esos días, mucho para comer o para hacer. Lo que sí había se compartía entre todos, la comida, el abrigo, el trabajo e incluso el contrabando que traían los cada vez más esporádicos trenes. No puede sino dejar escapar una lágrima, por lo difusos que le resultan esos tiempos, por el dolor de su pierna, por el reproche de su fracaso.
La nostalgia se desvanece en cuanto cruza el umbral y cierra la pesada puerta de madera. Desbordado por la urgencia, busca la tranca de quebracho. La pierde de vista, la desesperación hace que le sea imposible encontrarla. De pronto, como si ella se asomara tímidamente, la divisa en un costado. Se estira sin dejar de apoyar su cuerpo contra la puerta y finalmente, sintiendo el tirón en los músculos del brazo, la alcanza. La coloca trabando el paso del umbral y, sin atenuante alguno, se desploma. Su cuerpo le pasa factura del esfuerzo y llegan a él todos los dolores postergados. La puntada en la pierna, el ardor insoportable en el codo y los alfileres filosos penetrando sus manos.
Otra lágrima se filtra, inocente, por su mejilla. Recuerda, sumido en su dolor, cuando el tren no fue ni vino nunca más. Cuando la vía muerta, inmóvil e inservible, de durmientes de madera y oxidados rieles de acero, decidió el destino del pueblo. Quiere evitar pensar en ella, pero no puede escapar a su recuerdo. Su piel trigueña, su pelo oscuro y grueso, su ausencia absoluta.
Un ruido en la habitación lo arrebata de sus penas y lo lleva a ponerse de vuelta de pie de un salto. Larga un gemido por el dolor y, antes de que pueda armarse con lo primero que aparezca, asoma su hijo con un huesito entre sus manos.
No contiene sus lágrimas, ni tampoco responde a su inocente “¿Qué te pasa, papi?”. No puede decirle que falló, que esta noche no habrá comida. Miente y le dice “Está todo bien m’hijo”. Simula caminar sin problemas hasta que se derrumba en el piso. Se arrastra el metro que resta hasta la mesa del comedor. Se estira y agarra el facón que está sobre la mesa. Vacilante, hace un corte en su bombacha a la altura de la herida. De pronto, cambia su semblante. Toda su humanidad desaparece ante la mirada de su hijito, que todavía monda su huesito sin entender del todo lo que está pasando.
Desaparecen de su mente los gestos cordiales entre vecinos, y llegan los recuerdos de las peleas por la comida, por el trabajo, por los animales. Clava la punta de la hoja de acero, y revuelve el músculo. “Hice lo que tuve que hacer, hice lo que te prometí” se dice a sí mismo mientras intenta desenmarañar la ramita incrustada en su pierna. La sangre brota por la herida. Aprieta los dientes y con una última puntada logra desprender la rama de la carne. Suelta un gemido de alivio y se desparrama nuevamente en el piso. Respira hondo varias veces, tratando de pasar el dolor, mientras su hijo busca ayudarlo a incorporarse. La acaricia el pelo oscuro, roñoso, y el mocoso le contesta con una sonrisa, dibujada con sus ojitos infantiles y sus dientitos filosos.
Un padre está preparado para muchas cosas, pero nunca para ver morir de hambre a su hijo. Hizo lo que tenía que hacer, y cuando no había más comida, tuvo que encontrarla, donde fuera. Primero fue con Doña Elsa, la vieja tenía poca carne y más bien tirando a dura. Cuando siguió con el Simón, el pueblo empezó a sospechar. Esta noche Rubén se le escapó, y ahora, los pocos que quedan van venir a buscarlo.
Cualquiera dirá que es fácil, pero no es lo mismo trozar a una persona que a un pollo. No es fácil sacarles la piel, ni tampoco darle a la coyuntura, ni mucho menos desangrarlos bien para que no se arruine la carne. Pero el esfuerzo valió la pena. Comieron bien durante estos últimos días. En la antigua heladera hay suficiente para que el mocoso coma a la noche. La carne ya está vieja y al borde de echarse a perder. Pero, se dice a sí mismo, tiene que alcanzar nada más para que él se recupere y pueda salir a buscar al resto. “Lo hice por nosotros, m’hijito” le dice a su nene, que no termina de entender las palabras de su papá.
No hay tiempo para explicaciones, porque suena un golpe en la puerta. Asoma por debajo del umbral una luz tenue que crepita. Se pone de pie y cubre a su hijo con su cuerpo como si estuviera frente a un depredador amenazante. Se empiezan a oír gritos, y un instante después, llueven golpes en el portón. Su instinto lo lleva a apoyar la espalda contra la tranca de quebracho que cierra el paso. Su hijo no entiende lo que pasa y chilla que tiene hambre. Grita y el nene se calla. En silencio, y con el huesito entre las manos, se acerca a la mesa.
Vuelve su vista hacia el marco del umbral. “La cosa no tenía que terminar así” se reprocha, mientras soporta los golpes a través de la madera. Escucha los gritos que se ahogan entre los porrazos. “Asesino”, “marrano”,” ’joe puta”. Su expresión se vuelve vacía. Una macabra sonrisa se dibuja en su cara. Ya no es el padre cariñoso, sino el enfermito que come gente. Un muerto, dos muertos, tres, no hacen diferencia. La que los mató a todos fue la vía. Cuando funcionaba porque los hizo dependientes; y cuando dejó de funcionar, porque los convirtió en salvajes.
“Papi, tengo hambre”. El tono infantil e inocente, que no hace caso a lo que pasa, lo devuelve dentro de la casa más rápido que cualquier golpe. Su mirada cambia en un instante. Apenas si puede ver dentro de la casa pero igualmente se esfuerza. “¡No tenga miedo m’hijo!”, responde a viva voz. Y luego le da indicaciones para que busque lo último que queda de Simón y entretenga el estómago.
“Entreganos a la criatura, y te juramo’ que no le vamos a hacer nada”. No se esperaba la respuesta de los de afuera. Nunca pensó que lo iban a agarrar. Lo único que ocupó su cabeza después de su muerte, fue mantener su promesa. Darle de comer a su hijito, no morir de hambre como ella. No tiene tiempo de pensarlo mucho. La arremetida de golpes hace ceder el marco de madera. La tranca de quebracho ya está chueca. Sabe que no falta mucho. Trata de pensar qué hacer, pero su mente se queda aturdida con el solo recuerdo de ella y su promesa.
De pronto, siente la mano tibia de su hijo en la pantorrilla. Esa sensación cálida lo despabila. Mira a su hijo a los ojos. No encuentra esa mirada inocente, ni esos ojitos infantiles. El nene se lleva la mano a la boca y se chupa con regocijo el dedo. “Tengo ganas de algo rico y fresco” le dice mostrándole sus colmillos afilados.

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Revista Muu+ Marzo 2016